El cumpleaños de Delibes

Durante cinco años, por noviembre, Miguel Delibes era el encargado de contar a los periodistas a quién le habían dado el Cervantes.El rito acabó cuando el año pasado le dieron a él el mismo premio que tuvieron Jorge Guillén, Onetti, Borges y Gerardo Diego, y ya ningún periodista puede acudir de nuevo a la puerta de su casa de Valladolid para comprobar siempre que el premiado era otro.
Como Delibes siempre era candidato, ante su domicilio se agolpaban los micrófonos a las cuatro en punto de la tarde, la hora en que el jurado suele anunciar en el Ministerio de Cultura la solución de este conflicto anual, así que el autor de Cinco horas con Mario estaba en la mejor situación para comunicar, como un portavoz ritual, la media noticia de la que él era involuntario protagonista.
-Señores -decía-, este año el ganador del Cervantes tampoco soy yo.
Luego Delibes les daba el nombre del ganador de turno y los periodistas se iban con esa información a hacer su trabajo. Este año ya no tendrán a ese portavoz privilegiado, periodista larguirucho y tranquilo, que vive en provincias liando tabaco, lejos del ruido y de los cumpleaños. Todavía tiene Delibes en los ojos la perplejidad de los perdedores como los santos inocentes o como los chiquillos que corrían sin rumbo por los regatos solitanos de las ratas.
Tan sólo le dejó la vida un día que convirtió su silencio en un ejercicio de asceta radical, como un Ferlosio de Extremadura, como Sciascia de Palermo, como un Marsé de Barcelona, como un José Hierro de Titulcia, dando bastonazos a los coches lujosos de la vanidad, contra el empeño por convertir la vida en un estandarte de flores de plástico.
Ahora ha salido en las noticias, aparte de por otros premios que da la actualidad, porque el destino le ha puesto de nuevo en el teatro, en el de la vida bamboleante de los galardones, y en el teatro de los escenarios. Porque además le han estrenado en francés, a él que no viaja casi desde la primavera de Praga. Y su estreno tuvo efecto en París esta semana cuando cumplía 75 años. Si no hubiera sido por esa circunstancia doblemente ruidosa -el ruido y la furia de la edad y de los estrenos- este maestro de periodistas recientes hubiera sido en su cumpleaños un ciudadano callado de Sedano, oteando el horizonte como si fuera el símbolo de lo que en efecto es la realidad de la vida, que no es otra cosa que el atardecer perenne, la despedida perpetua. El otro día, presentan do a José Saramago en Barcelona, el gallego que más ha difundido a los suyos, el traductor Basilio Losada, conmovió a los que le escuchaban -Eduardo Mendoza, Manuel Vázquez Montalbán en su primera salida después de su reciente operación, Ángel Crespo, José Agustín Goyytisolo, Carmen Riera, entre tantos otros- comunicando que estaba perdiendo definitivamente la vista y que acaso ya sólo le quedaba el recurso del recuerdo para volver a leer las páginas maestras que no vería de nuevo. Fue un momento de gran emoción sencilla, y en ese instante flotó en nuestra propia memoria esa figura descreída y escéptica del ascético de Valladolid, mirando el infinito de los trigos, con su chale quillo de pana, poniendo en la imaginación de los otros, sin más ruido que el silencio de su pluma, a personajes que luego van a poblar la soledad de los que no pueden ver su escritura pero recuerdan la estatura de lo que ha creado. Quijotes perplejos de este tiempo, en el páramo en el que a veces asoma el símbolo unamuniano de la rabia, personajes como éste que acaba de cumplir con ruido sus 75 años, dan luz certera a la memoria.
Como no acepta regalos le hicieron este cumpleaños en París y así se ha enterado todo el mundo. El habrá vuelto a las perdices y este año, además, no tiene que recibir a nadie para decir quién fue el otro ganador del Cervantes. Acaso en su ser íntimo habrá echado de menos, sin duda, un solo, perdido hace tanto tiempo, cumpleaños feliz.
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