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El 'caso Simenon'

Antonio Muñoz Molina

Con regularidad y sigilo la editorial Tusquets continúa publicando uno tras otro los libros de Georges Simenon, y no sólo las novelas de Maigret, sino también las otras aquellas en las que no aparece el comisario, las novelas rápidas y sombrías que tratan de asesinos impunes, de lluviosas ciudades belgas de provincia, de mujeres muy delgadas que viven en cuartos pobres de pensión y se desnudan rutinariamente en los cabarets, de comerciantes o pequeños funcionarios en las colonias francesas de ultramar... Lo que asombra de Simenon no es que escribiera tantas novelas, sin el hecho de que prácticamente todas sean magníficas y de que estén dotadas además de algo equivalente a una sustancia adictiva, de una poderosa nicotina literaria en virtud de la cual el interés o la admiración del lector se convierten rápidamente en un hábito.,El disfrute de un hábito descansa sobre la abundancia y la facilidad del acceso a los dones que lo han provocado. Los adictos a la lectura necesitamos un suministro regular y permanente de palabras impresas, sea en periódicos o en libros, y cuando alguna dificultad nos estorba la satisfacción de nuestro vicio miramos a nuestro alrededor en busca de sucedáneos y somos capaces de leer las instrucciones de montaje y uso de una aspiradora o todos y cada uno de los carteles y avisos que hay en el interior de un autobús.

Una vez, en el Talgo que me llevaba de Granada a Madrid, a mí se me acabó el libro que estaba leyendo a las dos horas de viaje, y me vi afrontando con horror las cuatro que todavía me faltaban, sin nada que leer, como un expedicionario que calculé mal sus provisiones y se ve reducido a una miserable escasez. En un asiento próximo al mío, al otro lado del pasillo, una mujer mucho más previsora o más avariciosa que yo desplegaba en torno suyo una insultante riqueza de libros, periódicos y revistas ilustradas, y yo le dirigía esas miradas indirectas del hambriento que ronda por las inmediaciones de un banquete.

. Al cabo de un rato ya no pude resistir más: por culpa de las ganas de leer fui capaz hasta de sobreponerme a la inhibición que me provocan siempre los desconocidos y tuve el valor de pedirle un libro a aquella viajera. Con la generosidad desconcertante de quien no parece conceder demasiado valor a algo que posee y que nosotros ansiamos, la mujer me invitó con un gesto distraído a escoger lo que quisiera, en medio de la abundancia del asiento contiguo al suyo, y en mi estado de extrema necesidad yo casi me sentí como Sancho Panza cuando lo animan en las bodas de Camacho a comer lo que le dé la gana: si él encontró suntuosas ollas en las que hervían gallinas, lo primero que yo vi fue una edición de bolsillo de La Regenta, que es seguramente uno de los libros más adictivos de nuestra literatura, y ya no levanté los ojos del libro hasta llegar a Madrid, satisfecho, ahíto de palabras, resuelto a volver desde ese mismo día a mis lecturas pasionales de Clarín.

La Regenta es una novela de una gozosa longitud, pero aunque uno intente administrarse sus páginas acaba por terminarla después de no mucho tiempo, y en cualquier caso no existen muchos más libros de Clarín, de modo que la adicción no llega a arraigar, o se disuelve en el hábito más general de la literatura. Con Simenon ocurre la circunstancia prodigiosa de que por muchas novelas suyas que se lean siempre quedan muchas más por leer, lo cual elimina el riesgo más temido por los adictos de cualquier especie, que es, el del agotamiento de la droga que aman. Hacia los veinte años yo descubrí las novelas de Raymond Chandler, y desde el primer capítulo de la primera de ellas que tuve en mis manos ya me hice devoto de Philip Marlowe, pero al cabo de unos meses ya había leído y releído todas sus aventuras.Las de Maigret llevo años leyéndolas, pero siempre estoy descubriendo otras nuevas, y algunas veces, en la librería de algún aeropuerto francés, me hago con un alijo de nuevos títulos o de historias que ya leí hace tiempo y cuyos argumentos se me borraron, permitiéndome ahora el deleite menor, pero muy valioso, de disfrutarlos como por primera vez.

Los mejores escritores nunca vienen a satisfacer los deseos de un público que ya existía antes de ellos, y menos aún de un mercado, como, se dice tan impúdicamente ahora: lo que hacen esos escritores es exigir e inventar un tipo de lector, una modalidad de lectura que sin ellos no habría existido. Simenon, el novelista que no paraba nunca de escribir, inventó un lector simétrico que no para nunca de leer, un adicto feliz a un vicio legal, saludable y barato, un intoxicado por la literatura que sin embargo no sufre los efectos debilitadores que ésta a veces puede provocar. Justo en los tiempos en que la intelectualidad francesa se ahogaba para siempre en teoricismos y propalaba la muerte de la novela, Georges Simenon alcanzaba un éxito insultante escribiendo sin pausa novelas incomparables, edificando un mundo tan populoso de seres imaginarios y de retratos del natural como el de Balzac o el de Proust.

De todas las historias inventadas por Simenon, segura mente la única mediocre es la de su propia vida, un cuento de desmesura y megalomanía que habría merecido el desdén del sólido comisario Jules Maigret. Una de tantas leyendas desmentida por los biógrafos, pero reiterada hasta por presuntos testigos- lo representa es cribiendo encerrado en una jaula de cristal, rodeado por el público de las galerías Lafayette de París. A esa caricatura del escritor yo prefiero el retrato de uno cualquiera de sus lectores, yo mismo, ese hombre o esa mujer que es el arquetipo del acto y de la felicidad de la lectura, alguien tumbado o recostado en una cama, con un libro de Simenon en las manos, con un cierto número de volúmenes de Simenon sobre la mesa de noche, ya dispuestos y fieles, esperando el momento de prolongar una adicción felizmente incurable.

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