El Estado de las autonomías
EL ESTADO de las autonomías funciona, mal que les pese a algunos profetas de catástrofes. La sesión especial, del Senado, que ha reunido por primera vez en un debate parlamentario a los presidentes de las comunidades autónomas y ha permitido, también por primera vez, un ejercicio de diálogo plurilingüe, ha arrumbado de un plumazo numerosos argumentos, miedos y amenazas esgrimidos desde distintas esquinas del escenario político. Ha habido debate, diferencias de opinión y diálogo constructivo. El foro del Senado se ha revelado útil incluso antes de que se proceda a discutir la complicada reforma que debe convertirlo en la cámara de las autonomías. El consenso en las cuestiones más importantes y sensibles, incluido el reconocimiento del hecho diferencial de las nacionalidades históricas, ha sido la regla y el disenso educado y civilizado, sólo la normal excepción.La autonomía, se había dicho estos días, no ha resuelto el problema de los nacionalismos vasco y catalán, y en cambio ha creado una docena y media de problemas nuevos. Si por resolver el problema se entiende que los nacionalistas dejen de serlo, la autonomía no sirve para ello. Sin embargo, esa forma de abordar el balance de estos tres lustros de experiencia autonómica es bastante roma. La legalización de los sindicatos no ha acabado con los conflictos laborales: ¿habría que deslegalizarlos por ello? Los contenciosos que atraviesan las sociedades modernas rara vez alcanzan soluciones definitivas.
De lo que se trata es de canalizar esos conflictos hacia cauces pacíficos, en los que el diálogo y la confrontación de ideas sustituyan, en su caso, o prevengan el enfrentamiento violento. Quienes estos días despliegan sus sarcasmos sobre el Estado de las autonomías deberían pensar más bien en las desgracias probables de que nos hemos librado con ese invento. Basta pensar en lo que ha ocurrido en Yugoslavia. Nadie sabe lo que podía haber sucedido entre nosotros, en ausencia de ese cauce autonómico, cuando a comienzos de esta década la fiebre nacionalista subió repentinamente en muchos lugares de Europa, produciendo un fenómeno de mimetismo y emulación que parecía imparable. Seguro que habrían surgido voces -tal vez las de los mismos sarcásticos de ahora- reprochando a los políticos no haber sabido adelantarse, haber sido incapaces de prever fórmulas para contener el desbordamiento nacionalista.
Cualquier balance de estos 15 años debería comenzar por reconocer esto. A la luz de tal consideración, resultan fuera de lugar los que aseguran que estamos como estábamos en 1979. Y resulta francamente absurdo deducir de los problemas suscitados por la puesta en marcha del proceso autonómico que habría que volver al punto de partida. Bien para reducir las autonomías a las dos comunidades con mayor tradición nacionalista; bien para reducir el alcance político de los estatutos. Propósitos ambos poco realistas: nadie hubiera podido evitar una dinámica de emulación, resucitando o inventando -tanto dalos hechos diferenciales y tradiciones históricas que fuere menester.
Por eso no deja de ser una originalidad un tanto peligrosa que a alguien se le ocurra evocar, a estas alturas, advertencias solemnes sobre la obligación de las Fuerzas Armadas de velar por la unidad nacional o se hagan invocaciones a la Corona, que en nuestro ordenamiento constitucional es a la postre el vértice de una nación que se articula en comunidades autónomas.
Prueba final de hasta qué punto la España autonómica ha sido asumida por todas las fuerzas políticas, y que el proceso de descentralización es ya irreversible la proporciona el presidente de la Xunta de Galicia, Manuel Fraga Iribarne, antiguo ministro de Franco, que ha defendido en su lengua gallega el pluralismo cultural en el Senado.
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