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Entrevista:

Manuel Azcárate obtiene el premio Comillas

El jurado destaca el valor testimonial de unas memorias sobre la España del siglo XX

El escritor Manuel Azcárate (Madrid, 1916), editorialista de EL PAÍS, obtuvo ayer el VII Premio Comillas de biografía y memorias, organizado por Tusquets Editores, por su obra Derrotas y esperanzas. El jurado, formado por Javier Pradera, Mario Vargas Llosa, Javier Tusell, Gonzalo Orgaz, José María Guelbenzu y Antonio López Lamadrid, destacó el "gran valor testimonial" de unas memorias que abarcan momentos decisivos de España en el siglo XX. El autor de La crisis del eurocomunismo (1982) y La izquierda europea (1986), antiguo dirigente del PCE, relata su formación liberal, a República, la guerra civil, el exilio y la posguerra europea.

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Manuel Azcárate pertenece a una estirpe que lleva más de un siglo de protagonismo en la vida pública española.

Pregunta. Sobrino nieto de Gumersindo de Azcárate, introductor del krausismo en España; sobrino de Justino de Azcárate, político republicano liberal en los años treinta, y senador real en la monarquía democrática, hijo del diplomático Pablo de Azcárate, embajador de la Rupública en Londres. ¿En qué medida esa tradición regeneracionista, liberal y republicana ha influido en su trayectoria?

Respuesta. En mi libro he hecho un esfuerzo por reflejar no sólo el ambiente de mi familia, sino el marco más general en el que transcurrieron mis primeros años. La Institución Libre de Enseñanza, en la que aprendí las primeras letras, me ha marcado profundamente. Aunque he vivido gran parte de mi vida con una identificación fuerte con el comunismo, creo que esas raíces de la Institución nunca las he abandonado. De ella no se deriva una concepción política concreta, aunque la mayoría de sus miembros, como Gumersindo de Azcárate, eran republicanos, sino una forma de vivir: una honradez de conducta personal, el respeto al otro, una limpieza interna y externa, tolerancia y austeridad. La Institución fue perseguida por la monarquía y por la Iglesia católica, que no aceptaba una enseñanza laica y respetuosa con todas las creencias. Por eso, como explico, en el libro, me parece lamentable el olvido en la España actual de lo que significó la Institución; sobre todo su papel en el esfuerzo por la integración de España en la modernidad europea. De mi familia hablo menos, pero sí explico el papel de mi padre en la Sociedad de Naciones, embrión de lo que hoy es la ONU. Como secretario general adjunto, mi padre ha sido el español que ha ocupado el más alto cargo en la vida internacional. Claro que mi vida, incluso mi trabajo actual como editorialista, ha estado influida por ese internacionalismo que se respiraba en mi casa.

P. Usted tiene 14 años cuando se proclama la república y 19 cuando estalla la guerra. Entre ambas fechas se afilia a las Juventudes Comunistas. ¿A qué atribuye el corte radical entre fascismo y comunismo que divide a su generación?

R. Creo que no conviene simplificar a propósito de esa polarización de los años treinta. En mi caso, lo curioso es que la vivo en tres países sucesivamente. Primero en Ginebra, que es donde estudio el bachillerato. Aquí la opción determinante es el antihitlerismo. Llegan estudiantes judíos huidos de Alemania, noticias sobre la quema de libros en las plazas públicas. Creo que son esos estudiantes y esas imágenes que nos traen lo determinante en mi temprana decantación hacia el comunismo. Más tarde, a los 18 años, como estudiante en Inglaterra, esas ideas se afianzan con las enseñanzas del profesor Laski. Cuando vuelvo a Madrid, a la Facultad de Derecho, ya me incorporo a la Juventud Comunista y tengo mi primera experiencia de revolución frustrada, la de 1934. Es cierto que, tomando el clima de la Universidad de esos años, sí había una polarización entre jóvenes comunistas y jóvenes fascistas. Eran los que más se movían; los que peleaban, incluso físicamente; los que tenían un ideal que parecía indiscutible y universal. Algo que ahora me parece peligroso, nefasto. Pero entonces no lo sabíamos. La verdadera polarización de la juventud y de la sociedad se produce más tarde, en la guerra: la nuestra y la europea. Comparto la idea de muchos historiadores que han hablado de la guerra española como primera batalla de la mundial.

P. ¿Por qué ha titulado sus memorias Derrotas y esperanzas? Al rememorar esos años, ¿lo hace desde desde la visión que hoy tiene de las cosas o tratando de rescatar la visión idealizada de entonces?

R. El libro abarca desde mi nacimiento, todavía en el periodo de la Restauración, hasta los años cincuenta, después de la victoria aliada y el comienzo de la guerra fría. En el libro intento que esos fenómenos de los que hablamos se reflejen a través de episodios concretos de mi vida. He querido contar sobre todo cosas curiosas o divertidas, colocando una aduana estricta a la entrada de teorizaciones abstractas. Pero al escribir un libro como éste chocas inevitablemeinte con un dilema: ¿cuentas lo que has hecho, vivido, pensado, o lo que ahora piensas sobre lo que has vivido y hecho? Me he inclinado por lo primero, sin por ello rehuir preguntas que se desprenden espontáneamente del relato, algunas de las cuales están hoy en el centro del debate histórico. Para personas que han tenido una vida como la mía, el revisionismo histórico, como ése de algunos historiadores alemanes a propósito de Hitler y el nazismo, es una simple falsificación: la historia se puede interpretar, no rehacer. En cuanto al comunismo, su crítica me plantea problemas muy directos, personales. Creo que mi libro muestra, y ello más a través de vivencias que de teorías, cómo en muchos comunistas el antifascismo era lo decisivo; en sus ideas, pero sobre todo en su acción. Creo que esa doble conciencia ha desempeñado un papel en el proceso de descomposición del comunismo. Pero es probable que este problema haya sido poco estudiado.

P. Usted ya fue director de un periódico durante la guerra. Su trabajo actual como editorialista, ¿qué relación guarda con su experiencia anterior como escritor político?

R. Mi trabajo como periodista en estos últimos años coincide con una etapa en la que se ha producido un corte muy radical en mis ideas. Aunque sin abandonar mis simpatías hacia la izquierda, creo que ahora más bien soy un escéptico. Quizás eso favorezca una labor periodística en el sentido moderno. A condición, de que ello no sea una forma de volver al dogmatismo bajo la forma del politically correct.

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