La Europa del miedo
TAHAR BEN JELLOUNEuropa ha decidido restringir la emigración de terceros países y con ello reniega del humanismo y da fuerza a los reaccionarios
La Europa de Maastricht, la Europa de los acuerdos de Schengen, tiene miedo. Carente de imaginación y de valor para afrontar la crisis del empleo y las transformaciones sociales, la toma con los inmigrantes no europeos. Es fácil, es posible, y hasta es rentable a nivel electoral. ¿Quién los defiende? ¿Quién va a hablar por ellos? ¿Sus países? ¿Están en condiciones de enfrentarse a Europa? Seguramente no.El que más ha utilizado la inmigración como espantapájaros, el que ha trivializado la ecuación "tres millones de parados=tres millones de inmigrantes que sobran" no es otro que el líder de la extrema derecha francesa, Jean-Marie Le Pen, jefe del Frente Nacional. Luego, muchos otros políticos de derechas -desde el ex presidente de la República Francesa Giscard D'Estaing hasta su ex ministro del Interior, Poniatowski, y el actual ministro del Interior, Pasqua- le han imitado y han comprendido que había en ello una ventaja segura para su carrera. Explotar el miedo de los europeos, aparte de fomentar comportamientos racistas, o hasta provocarlos e incluso legitimarlos, se ha convertido en algo corriente en la mayoría de los países de la Unión Europea. Ya casi ni sorprende. La izquierda se olvida a menudo de reaccionar. Hay que decir que la izquierda que está en el poder ha hecho tantas concesiones a la derecha para seducir al electorado que ha contaminado su alma y ha olvidado los valores que pretende defender. Y, por una vez que las cifras son elocuentes, se olvida citarlas: los inmigrantes aportan a la Unión Europea más de lo que le cuestan.
La decisión tomada por los ministros del Interior y de Justicia europeos reunidos en Luxemburgo de prohibir a los inmigrantes no europeos la entrada y la residencia en Europa no es ni una sorpresa ni una novedad. Esta decisión no hace sino ratificar una política de cierre inaugurada por Giscard D'Estaing unos días después de su llegada al Elíseo en 1974: anunció la interrupción oficial de la inmigración. Esto no interrumpió el flujo migratorio, porque estaba autorizada la reunión de las familias y Francia todavía necesitaba mano de obra para algunos sectores de su industria. De este modo, unos 111.000 extranjeros inmigraron de manera legal y permanente a Francia en 1992 (algo más de la mitad son no europeos). Al mismo tiempo, desde principios de los años setenta, en Francia hay 3,6 millones de extranjeros, es decir, el 6,4% de la población total, tasa equivalente a la de 1931. Pero en aquella época se iba a buscar trenes enteros de campesinos, de Aurés a Argelia y del Atlas a Marruecos. Ni siquiera se les preguntaba su opinión. Francia los trataba como a ganado porque estaba en tierra conquistada. Hoy se pretende hacer creer que la inmigración es la causa del malestar y de la crisis. Se cierran las fronteras. Pero ya estaban bien echados los cerrojos. Desde 1986, época en que Francia era escenario de atentados terroristas por su política en Oriente Próximo, los árabes necesitan un visado para entrar en territorio francés. El sistema de visados está generalizado en todos los países europeos. Recuerdo que, en julio de 1990, me impidieron entrar en Italia en el aeropuerto de Roma. Tenía visado. Pero el funcionario de aduanas me enseñó que un visado no era un derecho. Pude defenderme, y me dejaron entrar. Esto es para que se hagan una idea de lo difícil que es hoy para un árabe obtener un visado. Para conseguir un visado de entrada en Francia hay que rellenar, entre otros documentos, un certificado de alojamiento firmado por el prefecto o el alcalde (que son libres de acceder o negarse), un resumen detallado de la cuenta bancaria del solicitante y de quien lo alberga, una cantidad de dinero que esté en consonancia con ello, un justificante de solvencia y de empleo en el país de origen, etcétera. El cierre existe desde hace mucho tiempo en la práctica, en la mentalidad de la gente y en los textos. Cosa que no ha impedido la inmigración clandestina ni ese trabajo negro que tan bien les viene a unos cuantos jefes de empresa. Pero la inmigración clandestina es muy mal asunto para la inmigración legal. Se mezcla todo, y se da lugar a la marginación y al racismo.
Europa tiene mala memoria. Y todavía existen los cementerios en que reposan los soldados africanos y magrebíes que lucharon por la libertad.
Italia y España, dos países de emigración, se han convertido a su vez en países de inmigración. En circunstancias normales, están bien situados para comprender los problemas y a veces los dramas de los hombres y las mujeres expatriados. Ambos países comparten unos 700.000 inmigrantes extracomunitarios. Por solidaridad europea, por vocación occidental, por voluntad de olvidar su pasado, estos países no pueden sino apoyar una decisión de cierre, sobre todo en vista de que las últimas elecciones europeas han expresado una opción mayoritaria de derechas. Pero ser de derechas quiere decir algo. No es un humor pasajero. Es una manera de ver el mundo en la que la explotación de los pobres y la exclusión de los inmigrantes forman parte del orden natural de las cosas.
La diferencia entre la izquierda y la derecha no está ya en la economía, ni siquiera en la ideología. Está en lo humano. Está en la defensa de ciertos valores que giran en tomo a los derechos de la persona, que están contra la humillación, contra la xenofobia y contra el racismo. Pero la Europa de hoy, la que acaba de celebrar el 50º aniversario del desembarco norteamericano, también es una Europa en la que sólo a los veteranos les gusta recordar. En Alemania, jóvenes nazis queman a inmigrantes turcos. En Italia, los fascistas ya no se avergüenzan de su pasado. En España hay franquistas que despiertan. Y en Francia, Le Pen es superado a su derecha por alguien considerado más peligroso que él, el diputado de Vendée, Phillipe de Villiers, para quien la "preferencia nacional" es la punta de lanza de una manera nueva de ser de derechas, es decir, de ser cada vez más conservador, cada vez más reaccionario y cerrado en uno mismo.
El cierre oficial de las fronteras no hará más que exacerbar los rencores y el rechazo de Occidente, materias primas de los integristas, que también preconizan el cierre y el repliegue sobre sí mismos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.