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En los albores, de la formación del gusto español

La última década del siglo XV, durante la que se produce el máximo esplendor político de los Reyes Católicos, fue asimismo pródiga en acontecimientos artísticos. A tenor por la cantidad y la calidad de los monumentos construidos, el vario mecenazgo ejercido en las más diversas artes, entre las que hay que contar, junto a la pintura y la escultura, el extraordinario florecimiento de las llamadas industriales o suntuarias, nadie duda en calificar este periodo como la primera etapa dorada del arte español de la época moderna. En todo caso, un rasgo que todos los especialistas de este momento tratan de subrayar es precisamente la voluntad política subyacente de mecenazgo programado, al estilo humanista, lo que es de por sí el mejor índice de modernidad.Precisamente por esa evidente dimensión política que adquiere el arte entonces, pero, sobre todo, por su ulterior proyección ideológica en la historia de España, nuestra visión historiográfica actual dista aún bastante de un planteamiento crítico claro. Así lo ha puesto en evidencia la reciente y muy excelente publicación de Joaquín Yarza -Los Reyes Católicos. Paisaje artístico de una monarquía-, donde no sólo se reclama la necesidad de tener en cuenta la tensión entre dos mundos, el del gótico en trance de desaparición y el del renacimiento, sino también la de poner en cuestión la terminología tradicional para tratar esta tensión y las diversas variantes estilísticas que la habitaron; esto último, en aras de libramos del anacrónico acento nacionalista y personalista con que se ha solido tratar la cuestión durante nuestro siglo, algo que se refleja en fórmulas como "estilo Isabel" o "de los Reyes Católicos", "estilo Cisneros", etcétera.

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La tensión antes citada entre dos mundos se puede apreciar en la preeminencia de una arquitectura y una decoración tardogóticas, impregnadas de un fuerte mudejarismo, o, en el caso de la pintura, por la abrumadora superioridad de modelos flamencos y, en general, provenientes del norte de Europa, junto a lo cual los pocos elementos del renacimiento italiano son casi anecdóticos. Eso no significa que la idea misma del mecenazgo o, por ejemplo, el gusto por las colecciones y, aún más, el de los retratos familiares no respondan a patrones típicos del moderno humanismo.

Por lo demás, aunque el Tratado de Tordesillas data de 1494, exactamente 20 años después de la subida al trono de Isabel la Católica, el momento culminante de esta nueva efervescencia artística española y, en cierta manera, el acrisolamiento de lo que podríamos denominar el naciente gusto español, hay que situarlo cronológicamente justo hacia esta última década del XV. Es el momento donde están activos en la corte los artistas del Norte, como el misterioso Melchor Alemán, Sithium y, por encima de todos, el formidable Juan de Flandes. Nos consta además la apreciada presencia en la colección real de los mejores flamencos, Van der Weyden, Brouts, Mem1ing, etcétera, pero también el del progresivo protagonismo de excelentes pintores locales, como Bermejo o Pedro Berruguete. Las fundaciones reales, sacras y profanas, se multiplican por las principales ciudades españolas, en especial en Granada, Sevilla, Toledo, Valladolid, Salamanca. Y todo ello, sin poder olvidarnos de las artes suntuarias y de esa particular afición de Isabel, entonces si se quiere ya algo retardataria, por coleccionar libros miniados.

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