El pecado de Wojtyla
En 1992, el papa Wojtyla, Juan Pablo 11, declaró oficialmente que la Iglesia católica se había equivocado al condenar a Galileo por su defensa del sistema copernicano. Para evitar la tortura de la Inquisición, Galileo tuvo que abjurar de su opinión de que la Tierra gira en torno al Sol. A pesar de ello, sufrió arresto domiciliario hasta el final de sus días, sin que ni su avanzada edad ni su progresiva ceguera movieran a compasión al vengativo papa Urbano VIII. En mayo de 1994, Juan Pablo II ha enviado a sus 140 cardenales un documento proponiéndoles que, con motivo del jubileo del año 2000, la Iglesia pida perdón al mundo por los errores y crímenes que ha cometido a lo largo de su historia (las persecuciones a científicos; las crueldades de la Inquisición; las guerras de religión; las violaciones de los derechos humanos).Yo no sé si tiene mucho sentido o si sirve para algo que Juan Pablo Il pida ahora perdón por los rancios pecados de Urbano VIII y de tantos otros pontífices anteriores de poco gloriosa recordación. Los verdugos y las víctimas del siglo XVII comparten ya el mismo destino del polvo, y las ideas astronómicas hace tiempo que se emanciparon de los permisos papales. Quizás fuera más práctico que el papa Wojtyla se preocupara de sus propias acciones y de la posibilidad de que a finales del siglo XX él mismo esté cometiendo un error histórico tan grande o mayor que los de sus más desafortunados predecesores.
Desde la época de los sumerios (hace 5.000 años) hasta el siglo XVIII el progreso técnico se traducía directamente en la inmensa mayoría de la gente, a pesar de todos los descubrimientos e invenciones, en que el nivel de vida no subía; sólo los números de la población aumentaban. Actualmente esta situación ha cambiado en Europa, Norteamérica y los países -del Pacífico (entre Japón y Australia), que, juntos, representan un 20% de la humanidad. Esta parte privilegiada del mundo ha alcanzado el equilibrio demográfico, en ella la población ya no crece, y, por tanto, el progreso tecnológico se traduce aquí en una elevación constante del nivel de vida (a pesar de las obvias excepciones). Pero el mundo subdesarrollado, que incluye al 80% de los seres humanos, sigue anclado en la miseria provocada por la galopante expansión demográfica (cada mes, 10 millones más de bocas hambrientas).
La explosión demográfica es la principal causa de la miseria y el hambre en el mundo, así como del creciente deterioro ecológico del planeta, por no hablar de enfermedades y guerras civiles (como la de la superpoblada Ruanda). La familia que podría alimentar y educar bien a un hijo o dos distribuye sus escasos recursos entre 10, con lo que todos pasan hambre, o son abandonados a la mendicidad y la delincuencia. Las ciudades que podrían albergar humanamente a un número limitado de habitantes se convierten en hormigueros invivibles, pasto de las infecciones, el caos urbanístico y el aire irrespirable, rodeados de inmensos arrabales chabolistas sin desagües ni servicios, en los que se hacinan millones de miserables sin trabajo, sin salud y sin esperanza.
Los bosques, marismas y montañas que podrían continuar albergando la riqueza y diversidad biológica del planeta son talados, quemados y roturados por masas famélicas e inconscientes. El volcán demográfico en constante erupción vomita constantemente nuevos míllones de hambrientos y desesperados que van de un lado a otro, buscando suerte en la destrucción de las últimas selvas tropicales o en el hacinamiento de las nuevas favelas.
En 1968, cuando esta explosión era ya alarmante, el papa Pablo VI condenó la planificación familiar, la anticoncepción y el aborto en su encíclica Humanae vitae. Y su sucesor Wojtyla se ha convertido en vendedor ambulante de la irracionalidad demográfica, viajando incansablemente por los países más pobres y necesitados de planificación familiar y empleando a fondo su influencia para evitar quese haga lo que se tiene que hacer. En los países desarrollados (excepto Irlanda y Polonia) nadie le hace, caso, pero en el mundo subdesarrollado ha encontrado suficiente eco como para agravar los problemas. La influencia de la Iglesia ha hecho que en toda Latinoamérica el aborto siga prohibido, y que los organismos internacionales sean incapaces de adoptar una política racional de contención de la explosión demográfica.
La morbosa obsesión de Juan Pablo II le ha llevado a beatificar recientemente a Gianna Beretta, una fanática antiabortista cuyo único mérito fue morir por negarse a una operación de útero que le habría salvado la vida, pues estaba embarazada y pensaba que la vida del feto es más valiosa que la de la madre. Una opinión así es un insulto a las mujeres y a la inteligencia, y más digna de lástima que de admiración.
En la última Conferencia Mundial sobre la Población y el Desarrollo, celebrada en México hace 10 años, el Gobierno de Reagan se alineó con el Vaticano en contra del derecho al aborto y de toda política eficaz de freno de la explosión demográfica. La siguiente conferencia mundial se celebrará en septiembre próximo en El Cairo. Ahora la Iglesia ya no puede contar con el apoyo de Estados Unidos, donde Clinton está a favor de la planificación fárniliar y del aborto legal (a pesar de las llamadas telefónicas personales de Wojtyla, apremiándole a mantener la postura de Reagan). Por ello el Vaticano está redoblando sus esfuerzos para oponerse a todo progreso en la conferencia de El Cairo. En la reunión preparatoria celebrada en Nueva York en abril pasado, el Vaticano consiguió que algunos Gobiernos católicos débiles, corruptos y sometidos a su chantaje moral (como los de Honduras, Nicaragua, Guatemala y Ecuador) secundasen su ruidosa e implacable oposición al aborto y al uso de anticonceptivos. El Fondo de Población de Naciones Unidas ha tenido que acusar fórmalmente a la Iglesia católica de ejercer una influencia negativa que compromete el equilibrio demográfico mundial. El Consejo Pontificio para la Familia acaba de replicar acusando a la ONU de practicar el "imperialismo anticonceptivo".
En líneas generales, cuanto más elevada es la tasa de natalidad, mayor es la pobreza. El mayor crecimiento demográfico del
mundo se da en África, que bate también todos los récords de
miseria del planeta. El África subsahariana es un desastre total y sin paliativos. La población crece imparablemente, a pesar de las
constantes guerras civiles que la asuelan, a pesar de la creciente desertificación antropógena, a pesar de la frenética propagación del sida. Muchas mujeres africanas (más de 100 millones) han sido mutiladas sexualmente, habiéndoseles cortado el clítoris con un cuchillo rudimentario, sin higiene y sin anestesia. Así, privadas de todo placer sexual y convertidas en meras máquinas de parir, viven condenadas a una cadena ininterrumpida de embarazos y partos no buscados, sumidas en la miseria y amenazadas o afectadas por el sida. Ante esta situación espeluznante, en sus viajes a Áfricá el Papa se dedica a despotricar contra la única posibilidad de salir de ella. El Sínodo de la Iglesia Católica sobreÁfrica, convocado por Wojtyla y celebrado en el Vaticano a principios de mayo de 1994, invitó a los 53 jefes de Estado africanos a boicotear el documento final de la próxima conferencia de El Cairo sobre la población, pues la ONU "quiere imponer... la liberalización del aborto, la promoción de un estilo de vida sin referencias morales y la destrucción de la fámílía". Y el Consejo Pontificio para la Familia acaba de exhortar a los fieles a que defiendan a la mujer de "las campañas antinatalistas lesivas para su salud y dignidad". Realmente hacen falta dosis considerables de obnubilación ideológica para considerar que la liberación de la mujer africana de su degradante condición de máquina de parir es lesiva para su salud y dignidad y destructiva de la familia.
La explosión demográfica de los países pobres proviene de que ha habido una interferencia artificial (mediante vacunas, etcétera) para reducir la mortalidad, mientras que no ha habido una
interferencia paralela para reducir la natalidad, con lo que se ha
roto el previo equilibrio natural, sin sustituirlo por otro nuevo
artificial. La doctrina de Pablo VI y Juan Pablo II sostiene que la
reducción artificial de la natalidad (mediante la planificación
familiar, los anticonceptivos y el aborto) es antinatural, mientras
que la reducción artificial de la mortalidad es natural, lo cual
constituye una extravagante justificación ideológica de la
pasividad frente a la explosión demográfica y sus secuelas de miseria masiva y catástrofe ecológica.
El planeta tiene ya unos 6.000 millones de habitantes, muchos más de los que puede aguantar de un modo sostenible y con un nivel de vida aceptable. Pero en vez de reducirse, la población sigue explotando como una bomba y se encamina a los 12.000 millones de personas en la próxima generación. El siglo próximo la semidésértica Nigeria tendrá más habitantes que toda Europa. La paupérrima África tendrá más habitantes que todo el mundo desarrollado. La India llegará a los 2.000 millones. Ya hace bastantes años Bertrand Rusgell no entendía el ideal de convertir la mayor cantidad posible de masa terrestre en carne humana. Es un ideal que hoy ya casi nadie comparte, excepto el papa Wojtyla y los fundamentalistas cristianos e islámicos, que confian en la providencia divina y desprecian la racionalidad humana.
Algunos misioneros cristianos ayudan abnegadamente a los desharrapados a los que tratan de convertir, pero el Papa les impide darles lo que más necesitan, la planificación familiar. Las prohibiciones papales y la obsesiva presión de la Iglesia contra todo intento de control demográfico y de liberación de las mujeres del yugo de los embarazos no queridos causan más miseria de la que 100.000 madres Teresa podrían nunca aliviar.
No te preocupes, Wojtyla, por los pecados de los papas de antaño. Preocúpate más bien de evitar los sufrimientos y las miserías de hogaño que tú estás contribuyendo a provocar. Las campanas de la vergüenza histórica que hoy oyes no doblan por Urbano VIII; doblan por ti.
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