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Huellas de tinta

Javier Marías

Ahora que empieza la Feria del Libro de Madrid y los escritores pasaremos algunas tardes firmando ejemplares con' mayor o menor fortuna, quizá es el momento de confesar que en los últimos años he entrado de lleno en ese coleccionismo fetichista, y, por tanto, voy entendiendo cada vez más el fenómeno. Claro que, aparte de los libros de los amigos escritores, que, sin duda, gusta tener dedicados, lo que suelo buscar y conseguir a veces son volúmenes que pasaron por las manos de autores muertos y admirados y que, por así decir, hablan por ellos un poco más que los otros (en algún sitio, hay que pensar, estarán sus huellas dactilares). En cambio, me resulta dificil concebir ni un segundo de emoción ante la firma de alguno de esos contemporáneos que a menudo veo opinando lugares comunes en medio de una tertulia. Supongo que la petición de una firma es una especie de apuesta por el futuro, del escritor a quien se le pide. De los millares que estos días serán estampadas, la mayoría carecerá de valor al cabo de poco tiempo, ni literario, ni sentimental, ni, por supuesto, monetario. Aunque nunca se sabe cómo la apreciará la persona que la recibe, quizá para cada uno el valor nunca se pierda y nadie se desprenda de esos ejemplares convertidos en únicos.Porque, al fin y al cabo, según la actual tendencia a considerar obra de un autor la totalidad de lo que puso alguna vez por escrito (sean cartas, o la lista de la compra), habría que admitir que las palabras de una dedicatoria también forman parte de esa obra, y además, son irrepetibles, esto es, no estarán en ningún otro ejemplar impreso. Una de mis más recientes adquisiciones ha. sido, una novela de E. F. Benson que perteneció a sir Arthiar Conan Doyle (lo cual es como decir que estuvo en la biblioteca de Sherlock Holmes). Además de

su firma, hay una anotación sobre la novela en cuestión, que dice: "Un libro poderoso que subraya, quizá en exceso, los peligros de la intercesión de mediunis irreflexiva e irreligiosa". Algo añade esta nota sobre el antiguo poseedor, habida cuenta de que al final de su vida fue muy aficionado al espiritismo. No hace falta decir que esta in formación mínima me costó una cantidad que hoy prefiero olvidar y más adelante me gusta rá recordar, ya que es tas firmas -si la apuesta fue buena nunca se deprecian, se encarecen. Pero no es al dato concreto a lo que se otorga verdadero valor, sino al aspecto mitómano del asunto: casi lo mismo me costó un ejemplar mudamente armado por Joseph Conrad, con su letra enérgica y picuda de 1923, un año antes de su muerte. Y espero con impaciencia la llegada de un ejemplar aún más caro cuya única particularidad será el nombre a pluma de William Faulkner garabateado por él mismo. La mala conciencia del gasto excesivo se tranquiliza con una falacia: "Siempre podré revenderlo, y aún ganaré dinero", pienso, a sabiendas de que eso es lo que nunca haré, por mal que las cosas me pudieran ir un día. Y eso que los precios suben rápido: uno de los 50 ejemplares que de una edición firmó Paul Bowles en 1990 vale ya, según catálogo, cuatro veces lo que entonces.

En raras ocasiones uno encuentra auténticas gangas: Casamiento, dedicado por Gombrowicz a un amigo o a un desconocido, quién lo sabe; un libro de poemas con la tarjeta de Luis Cernuda; una obra de Musset que Raymond Rousell regaló en España; una antología que pasó por la huella de tinta de Lawrence Durrell. Pero también hay hallazgos llenos de melancolía: yo he visto a la venta libros de amigos míos, Aleixandre y Benet, dedicados a amigos suyos, tal vez muertos o que quizá se cansaron de ellos y los malvendieron. Los compré para que no permanecieran en manos de extraños. Y en una oportunidad descubrí en una librería superferolítica el ejemplar que otro escritor amigo había dedicado nada menos que a su psiquiatra, del que aún era paciente: grave dilema de impredecibles consecuencias, hacérselo o no saber a ese amigo. Por fortuna, todavía no me he encontrado el libro mío regalado hace tiempo, a alguien querido. Pero todo se andará, supongo, pues hay un tipo de melancolía que la vida no suele ahorramos.

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