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El fuego de la literatura

Juan Cruz

Carlos Fuentes dice que los escritores nacidos en 1914, como Octavio Paz y Julio Cortázar, debieron de haber firmado un pacto, como Fausto, para detener las consecuencias de la edad justo cuando sus semblantes estaban en su mejor tiempo. A pesar de haber nacido en 1928, él debió de haber hecho algo parecido hace años, porque en noviembre, justamente cuando el príncipe Felipe le entregue el Premio Príncipe de Asturias que le fue otorgado ayer, cumplirá 66 y nadie diría que no es aún el combativo galán que hace tantos años cambió la piel de la cultura mexicana para hacerla aún más comprometida con su porvenir.Carlos Fuentes camina como un interior izquierda que acabara de saltar al campo, tiene la memoria fresca de los estudiantes pícaros y es capaz, a pesar de las premuras del tiempo, de sacar horas para interesarse por los otros como si no hubiera límites para el horizonte. Ese combativo galán parece hoy la confirmación humana de la placa que conmemora en Tlatelolco el cruce de las tres culturas que hacen posible el México de hoy. Nació en la embajada de su país en Panamá, de madre de origen canario y padre diplomático y nacionalista mexicano; y para que naciera, además, tuvieron que sacar a la madre, con urgencia, del patio de butacas donde el matrimonio veía la representación de La bohemia, de Puccini. Luego estuvo por todo el mundo, diplomático también, para regresar siempre -y para rabiar, bailar o reírse- a un país cuya conflictiva conciencia contemporánea ha contribuido a crear.

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Dice él que, cuando nació, el abuelo Buendía estaba llevando a su nieto a descubrir el hielo, y probablemente luego lo habrá comprobado con su compadre García Márquez, que ya es, como tantos otros, uno de los amuletos de su intensa escenografía literaria y viajera: "Neruda, Reyes, Paz, Washington, Santiago de Chile, Buenos Aires, México, París, Ginebra; Cervantes, Balzac, Rimbaud, Thomas Mann...". Los idiomas compartidos, los amigos y los maestros que le han permitido acercarse a lo que él llama el fuego de la literatura".

Es extremadamente humano, educado y gentil, como un diplomático que fuera actor, pero está hecho de esa materia inasible que constituyen los sueños literarios: de Rousseau aprendió la aventura del yo; de Joyce y Faulkner procede su experiencia del nosotros, y Cervantes le dio el tú. Tiene la mirada distraída, como los intelectuales del renacimiento, y así ve con igual entusiasmo e imaginación la política que los cuentos, las ciudades que los años, y en esa mirada no hay otro detenimiento que el que le impone su sentido del compromiso personal; pero como escritor no quiere ni clasificaciones ni géneros: "No me clasifiquen: léanme", les dice a los críticos, y como escritor procura que le vean como quería Rimbaud que le leyeran los poemas: "He querido decir lo que ahí dice, literalmente y en todos los otros sentidos".

Siempre da la sensación de que Carlos Fuentes acaba de venir de un sueño feliz, pero procura no decirlo, porque es consciente de una de las reglas de oro de la convivencia mexicana: "Nunca uses la primera persona del singular para referirte a tus propios problemas, así que no digas jamás: 'Me fue del carajo, mano'; usa, al contrario, cuando te refieras a tus triunfos, una expresión como ésta: 'Durante nuestro tiempo hemos distribuido muchísima riqueza".

Esa forma de ser le ha dado paz a su semblante cosmopolita y risueño, una especie de juventud legendaria que oculta un innato entusiasmo, parecido probablemente al que el nieto de Buendía sintió cuando descubrió el hielo y que en su caso procede del entusiasmo que le provocó el descubrimiento del fuego de la literatura.

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