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Zanjas abiertas

"¡Se veía venir esta miseria!", exclama el Capitán Blay al comienzo de la novela, que acaba de recibir el Premio de la Crítica. Se veía venir esta miseria. La delataba el olor, esa "gran tufarada" que desde tiempo atrás infestaba las calles. "¿A huevos podridos, a mierda de gato? Nada de eso...", continúa el Capitán: a gas. "¡Gas!". ¿Pero alguien sabe lo que es eso? "El gas es una materia espiritosa, como el aire, como el olor de las vacas, como las mentiras de las mujeres rubias y como los pedos de los obispos, que no se oyen ni se ven. Y tiene la propiedad de propagarse indefinidamente, sin que nada pueda atajarlo".', Muy peligroso, señores, todos haríamos santamente evitando circular por allí y metiéndonos cada uno en su casa, a ser posible advierte incansablemente el Capitán. A lo que su amigo, el se ñor Sucre, apostilla: "Sobre todo, cuidado con las miradas llameantes y con las ideas in cendiarias y la mala leche que algunos todavía esconden. ¡Mucho cuidado!". -

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¿Qué hacer entonces? Pues eso mismo, meterse todos santamente en su casa y allí dentro, cerrada la puerta, imaginar que "el huracán de la vida pasa lejos de aquí, lejos de tu cama, y que te ha olvidado". Apagar la luz (como en el cine) y tratar de distinguir, en la oscuridad, el brillo de ese "relámpago negro" que, refiriéndose a sí mismo, dijo Juan Marsé que anida en el corazón y en la memoria (en su corazón y en su memoria).

Los más aventurados pueden quedarse en la calle y limitarse a ver cómo los operarios de la compañía del gas (¿o son del Ayuntamiento, o son una pandilla de gánsteres disfrazados?) abren una zanja en la acera y ponen al descubierto "una maltrecha red de tuberías como tripas herrumbrosas". Uno de ellos asegura que "no hay ninguna fuga de gas", que "ese pestucio es el que sueltan los muertos cuando se juntan muchos". Los cientos, los miles de muertos enterrados bajo el asfalto.

Bien pensado, las novelas de Marsé tienen algo de zanja abierta en las gastadas baldosas de la memoria; de zanjas de tierra desventrada en la que, sepultado entre cascotes, acaso entre los huesos, aparece de pronto una oxidada pistola. Ocurre también que, al terminar de leerlas, uno repara como el narrador del embrujo, que mientras duró la obra "ningún olor especialmente tóxico se percibió en el entorno". Sólo una vez cerrado el boquete regresa de nuevo "el jodido olor", esa "fétida atmósfera" que parece expandirse cada día más, pegándose a la piel y a las ropas.

"Una chispa o una palabra soez", dice el señor Sucre, "y ibum!, todos al infierno".

"¡Vuele usted en mil pedazos, hombre de Dios, se sentirá mucho mejor!", grita el Capitán. Vestido de diablo, y ligero de equipaje, como él mismo se retrató en su día, allí, en el infierno, estará esperando Juan Marsé.

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