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Elogio del perdedor

Juan Cruz

En medio de la lógica satisfacción, tan justificada, que se siente porque la Real Academia Española de la Lengua haya decidido incorporar a su nomenclatura a dos narradores de la significación, tan distinta, por otra parte, de Mario Vargas Llosa y de Luis Goytisolo, debe deslizarse un merecido elogio del perdedor. El perdedor ha sido esta vez el poeta Ángel González, que durante más de 20 años ha enseñado español en Estados Unidos y que ha hecho a lo largo del tiempo una poesía civil que mantiene ahora la frescura de su ironía inolvidable.Era la segunda vez que optaba a un sillón académico este español trasterrado que vivió aquí los tiempos oscuros del franquismo y que ha regresado sucesivamente para comprobar que su esperanza de la vuelta definitiva se hallaba con la puerta entreabierta de una sociedad que tiene poco sitio para los poetas. Le han querido hacer profesor en alguna parte, pero se ha truncado siempre la expectativa, y él ha seguido volviendo y marchándose como un César Vallejo con la sencillez de los desamparados. El libro en el que se recoge la parte esencial de su obra -Palabra sobre palabra- es obra de cabecera para gente tan diversa como José Saramago en Lanzarote, Luis García Montero en Granada o Manuel Vázquez Montalbán en Barcelona.

El perdedor estaba ayer en Alburquerque, Estados Unidos, donde ha enseñado su lengua y donde siempre se negó a aprender los rudimentos literarios del inglés. Sigue siendo, pues, un asturiano de Oviedo en el que creció la afición a la música el día que vio que el panadero que le enseñaba guitarra, lo asesinaban en plena calle cuando despuntaba la guerra civil. En uno de sus últimos regresos a España confesó que el tiempo se le adelgazaba tanto a su edad que ya las cosas no podía verlas a través de la palabra futuro; pero lo que no ha perdido es la generosidad hacia los otros, y quienes le conocen saben que ayer él también se sumaba con su vaso de vino al brindis por los dos ganadores.

Es mucho más volcánico el otro gran perdedor de esta semana de ganadores, en la que, por otra parte, Fernando Trueba, aquel bienhumorado crítico de cine que tuvo EL PAÍS en sus inicios, cuando él era un chiquillo recibió como Dios por un minuto el Oscar de Hollywood por Belle époque. El otro perdedor, digo, es Jorge Oteiza, que harto de su propio país regresa al exilio, aunque él dice que donde vive exiliado es en Euskadi. Lo ha contado en un largo manifiesto que ha reproducido este diario.

Engaña a la gente Jorge Oteiza: no se está muriendo, aunque lo diga desde esa desesperación unamuniana que tanto contrasta con sus esculturas blancas. Come nécoras frescas y bebe vino blanco por las mañanas; usa un cayado también engañoso, porque camina como un chiquillo a los 87 años, y mira a su alrededor por si hay belleza con sus ojos sin daño, azules y tremendos como los de un joven de Zarauz. Siempre se ha estado yendo como un trueno. El otro día le preguntábamos por qué estaba harto. "Yo lo que quiero es irme a Ítaca, como mi pariente Manuel Vicent, pero me marcho a Argentina. Aquí no puedo más: han destrozado mi país estos gobernantes de la nada". Cuando tuvimos la oportunidad de entrevistarle hace cinco años nos dijo que se iba a morir enseguida. "Y me he muerto. Me he muerto varias veces. Y no creo que ésta sea la última vez. Pero no estoy cansado. En la lucha descanso, vivo del polvo de mis combates. Mi vitalidad es mi enfermedad. Estoy deseando morirme y estoy lleno de vida". Añora una democracia fuerte, como la de Pericles, y se va de estas partes blandas de la vida para descansar y para beber el añorado vino de Chile. ¿Y se exilia? "No, el exilio está aquí, en el País Vasco". Nunca se deja la isla, decía Samuel Beckett. "Y no la dejo. Yo soy como san Juan Bautista, que bautiza con arte lo que toca, del mismo modo que Joseph Beuys era san Pascual Bailón, porque bailaba ante el altar. Y yo quiero volver para bautizar de nuevo". La poesía y el fuego. Los materiales de dos perdedores que hoy celebrarán con vino el triunfo de los otros.

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