El triunfo de la desmesura
"A mí no me dan miedo los petardos", decía una vecinita de casi cuatro años, a media lengua y sin venir a cuento, inmersa, sin saberlo, en la iniciación a una fiesta donde el ruido de la pólvora que estalla es el telón sonoro de fondo para una ciudad en plena celebración primaveral. Una ciudad que, con casi un millón de habitantes, se debate a lo largo de la semana entre la desmesura y el orden marcados por el poderoso mundo fallero, entre las aspiraciones cosmopolitas y la debilidad por el microcosmos parroquial.La desmesura está en el crecimiento incesante del número de monumentos falleros que, según advierten voces cada vez más audibles, va en detrimento de la calidad del elemento central de la fiesta. Está, asimismo, en la compulsiva ocupación del espacio urbano, en la pasión por la multitud, en la multiplicidad de concursos y ornamentación, en el derroche floral de la Ofrenda a la Virgen, en la proliferación de disciplinadas bandas de música y en la reacción en cadena de pequeñas y grandes mascletaes, de castillos mayores y menores de fuegos artificiales.
El orden se impone en la reglamentación oficial de la fiesta, y de manera visible en la uniformidad, tan espectacular como cansina, de la indumentaria fallera. Se percibe en la rígida programación de los desfiles y en prácticas menores que, como la despertà -un ruidoso pasacalles matinal que pretende lo que su propio nombre sugiere- condicionan sin mucha lógica el horario de todo hijo de vecino.
Los asuntos relativos al orden son materia de discusión entre los propios, mientras que al visitante sorprende -y tal vez seduce- la desmesura y excesos de la fiesta. De hecho, los medios internacionales que periódicamente acuden al reclamo del fuego, anotan en grandes caracteres la fuerza de las fallas estelares, el costo millonario de los monumentos que las llamas han de pulverizar, el esplendor de esos fastuosos castillos de fuegos artificiales exhibidos en la Alameda, y los temblores de tierra provocados por las mascletaes. Ignoran, cosa normal, la dimensión tribal de la Fallas, esa tendencia a reproducir a escala menor en cada cruce de calles la fiesta del pueblo, con pequeñas y anodinas esculturas de cartón piedra que expresan apenas nada, que entretiene a la parroquia en una noche cualquiera con un pobre espectáculo arrevistado y anuncia a bombo y platillo a través de los altavoces la cena de sobaquillo. Son reminiscencias de una Valencia rural y conservadora, en íntima contradicción con la Valencia que apuesta por una renovación estética y social de las fiestas mayores de Valencia.
No obstante, a Amparo, la niña de cuatro años que no teme a los petardos, todas estas tensiones equinociales le importan un bledo y, hoy mismo, se sentirá la reina del universo cuando la vistan de fallera. También es cierto que se cansará y protestará cuando haga varios kilómetros a pie para llegar a la Ofrenda de Flores, pero disfrutará por el inusual bullicio de su barrio, porque no tiene cole y porque, además, hace un tiempo espléndido para corretear por la calle.
Babelia
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