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El granero vacío

La llamaban el granero de Europa. Ucrania. La tierra de las grandes y fértiles llanuras, donde el viento hacía ondear los inmensos trigales. Ahora, cuando faltan dos semanas para las elecciones del 27 de marzo, que deberían decidir el futuro político del país, el granero está vacío y falta literalmente de todo, a no ser que el comprador disponga de dólares, marcos o rublos -hasta el rublo es moneda fuerte en Ucrania- y pueda pagar precios exorbitantes para cualquier ciudadano de a pie. Las cifras cantan: los expertos calculan que los ingresos medios de la población de Ucrania apenas llegan a la mitad de la cifra necesaria para permitir la simple subsistencia. Al igual que en otros muchos países del antiguo imperio soviético, se vive de milagro.Nadie pone en duda la importancia estratégica de este país, el mayor de los que han recuperado su independencia al desintegrarse la Unión Soviética, una nación de 52 millones de habitantes, con su impresionante arsenal nuclear y su decisiva situación geográfica, entre Europa central y la madre Rusia. Y es que nadie, sin Ucrania, puede lograr que Europa se extienda, como quería De Gaulle, del Atlántico a los Urales.

Los que menos dudan de esta importancia son los políticos y los diplomáticos centroeuropeos, para quienes lo que allí ocurre decidirá qué es lo que queda entre ellos y Rusia: una especie de tierra de nadie, sujeta a un renovado juego de influencias entre Oriente y Occidente, o una nación con identidad propia, que, aunque inestable y problemática, cree un ámbito político específico, un espacio político -no sólo geográfico- entre el centro y el Este.

En Ucrania se esconden dos mundos y medio en uno solo: el este del país, con Kiev y su antiquísimo monasterio, fue la cuna de la ortodoxia rusa desde que el príncipe Vladímir se casó con la hija del emperador de Bizancio, en el 987. El oeste, que unas veces fue de los Habsburgo y otras polaco, y donde predomina el catolicismo uniata, es la parte menos rusificada y sovietizada. El canadiense Michael Ignatieff, gran conocedor de los entresijos ucranios, describe la principal ciudad de esta zona, Lvov (la vieja Lemberg), como "una especie de Pompeya del imperio Habsburgo, perfectamente conservada bajo las cenizas del volcán soviético". Y penetrando en el mar Negro queda Crimea, en aquellos parajes por donde los argonautas buscaron el vellocino de oro, que fue tártara y después rusa, tan rusa que sirvió como escenario para la caída del cochecillo en El acorazado Potemkín

Al cabo de dos años de independencia, la situación de Ucrania es tan grave que algunos observadores más que de crisis hablan de caída libre. En 1992, los precios al consumo crecieron un 2.200%. La inflación es actualmente de un 70% al mes. El 70% de la producción depende de suministros del antiguo mercado soviético, hoy en franca descomposición. Las actitudes de la población responden fielmente a la gravedad de las cifras: los sondeos de opinión más recientes reflejan un 80% de desconfianza hacia los partidos políticos y el Parlamento. El 62% de los ciudadanos no cree que haya ninguna personalidad política capaz de dirigir el país, y para el 67%, el actual Gobierno sólo defiende sus propios intereses.

Iván Gabal, uno de los sociólogos checos que mejor ha estudiado la evolución de su antiguo país vecino, resume así la situación previa a las elecciones: "La mayoría de los ucranios tiene la sensación de que viven precisamente en el tipo de capitalismo cuya imagen conocían ya perfectamente de los manuales de marxismo-leninismo. Naturalmente, no les gusta. Comparado con el catastrófico presente, el pasado soviético parece un sistema de vida estable ydigna".

Ante estas perspectivas, hay quién augura ya un conflicto abierto y una intervención rusa en caso de colapso total de la economía. Otros, algo menos pesimistas, hacen referencia al síndrome checoslovaco. Por la fuerza o pactada, con intervención o sin ella, la fragmentación de Ucrania sería una de las peores noticias que podrían producirse en Europa.

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