_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los asesinos

Mario Vargas Llosa

En la noche del 18 de julio de 1992 un comando militar peruano, dirigido por dos mayores del Ejército, Martín Rivas y Carlos Pichilingue, a quienes el presidente Fujimori había hecho premiar poco antes, "por trabajos especiales en la lucha contrasubversiva", entraron a la Universidad Enrique Valle y Guzmán, conocida como La Cantuta, y secuestraron a nueve estudiantes -siete varones y dos muchachas- y a un profesor, sospechosos de colaborar con Sendero Luminoso.Momentos después, en un descampado de las afueras de Lima, los diez universitarios fueron asesinados de un tiro en la nuca y enterrados en una fosa común. Pasado algún tiempo, y ante la creciente publicidad que la desaparición de las víctimas provocaba por obra de los familiares y la prensa de oposición, el comando militar desenterró los cadáveres, los quemó y volvió a sepultar los restos carbonizados en lugares más escondidos. De este modo, el régimen creyó haber borrado todas las huellas del crimen. Pero se equivocó, pues, alertado al parecer por oficiales constitucionalistas, el Semanario SI reveló algunos meses después el lugar del entierro y promovió una vigorosa campaña que, apoyada por diversas organizaciones de derechos humanos, culminaría con la exhumación de los restos y la apertura de un proceso judicial..

Para saber que los verdaderos responsables de este asesinato colectivo nunca serían juzgados ni menos sancionados, no hacía falta ser perspicaz. El golpe de Estado del 5 de abril de 1992, que, utilizando como testaferro al propio presidente de la República, dio una cúpula de militares felones, tenía, entre sus objetivos declarados, garantizar carta blanca en la estrategia antisubversiva a unas Fuerzas Armadas para las que el sistema democrático, con un Congreso fiscalizador, jueces independientes y medios de expresión libres, constituía un inaceptable engorro, un obstáculo para la acción eficaz.

Que el crimen de La Cantuta era un tema particularmente sensible para los máximos jerarcas del régimen quedó en evidencia en abril del año pasado, cuando, en un acto que equivalía a una proclama de culpabilidad, el comandante general del Ejército, Nicolás de Bari Hermoza, a una tímida invitación del Congreso Constituyente -el Congreso de las geishas- fraguado por FuJimor¡ para reemplazar al legítimo que clausuró, a fin de que viniera a explicar la participación de su institución en aquel suceso, respondió sacando los tanques a la calle, es decir con una más que explícita amenaza de mandar a sus casas a toda la tropilla de parlamentarios hechizos si excedía las funciones estrictamente instrumentales para la que había sido elegida.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

No le faltaba razón al valiente general para alarmarse de ese modo, pues, si se llevaba a cabo una investigación imparcial de la matanza, era casi seguro que él, junto con su compañero y cómplice en la destrucción del Estado de derecho en el Perú, el asesor presidencial para asuntos de seguridad, capitán VIadimiro Montesinos, hubieran ido a parar al banquillo de los acusados como responsables intelectuales del crimen de La Cantuta. Ésta no es una conjetura delirante de un adversario de la dictadura peruana; ésta es una acusación muy concreta hecha contra ese par de personajes -que son, hoy, el verdadero poder detrás del trono fujimorista- por alguien que tenía cómo saber de lo que hablaba: el general Rodolfo Robles, quien, asqueado con lo que ocurría a su alrededor en el régimen del que formaba parte, prefirió denunciarlo, aunque tuviera por ello que exiliarse (a Buenos Aires, donde, para sobrevivir, entiendo que hace ahora de taxista). El general Robles, dicho sea de paso, no es el único oficial íntegro y constitucionalista que parece quedar en el Perú; otros, como el general Jaime Salinas, hoy preso en la prisión del Real Felipe por su defensa de la legalidad, han corroborado las acusaciones de Robles sobre la responsabilidad personal de Bari Hermoza y de Montesinos en las incontables violaciones a los derechos humanos -torturas, desapariciones, exilios, ejecuciones extra-judiciales, encarcelamientos arbitrarios, acoso e intimidación de opositores- que se cometen en el Perú, en la más absoluta impunidad, desde la instalación del régimen autoritario, hará pronto dos años.

Éstos son los antecedentes de la crisis de gobierno y el reciente escándalo en tomo a los acusados del crimen de La Cantuta, que, en la última semana, han servido al menos para abrir los ojos de la comunidad intemacional sobre la verdadera naturaleza del régimen de Fujimori, un régimen con el que numerosos gobiernos democráticos se habían venido mostrando hasta ahora inexplicablemente complacientes.

Los hechos son conocidos, pero vale la pena recordarlos. Ante el temor de que el crimen de La Cantuta fuera ventilado por el fuero común y los abogados de la parte civil exigieran la comparecencia del general Bari Hermoza y del capitán Montesinos ante el juez, el Congreso Constituyente, actuando con nocturnidad y alevosía, aprobó entre gallos y media noche una ley anticonstitucional que permitía transferir la causa al fuero militar. La Corte Suprema -también hechura del régimen- se apresuró a desistirse del proceso y a legitimar el enjuague. Sin pérdida de tiempo, un tribunal militar de jueces anónimos y reunido en secreto juzgó y condenó a los once militares implicados en la matanza de La Cantuta, y, por supuesto, exoneró de toda culpa al alto mando del Ejército, a su comandante general y al Servicio de Inteligencia.

Sin embargo, con exquisita incongruencia, impuso cinco años de prisión al general Juan Rivero, que dirigía aquel servicio en la época del crimen, "por negligencia", y veinte años a los mayores Martín Rivas y Carlos Pichilingue, los jefes del comando exterminador, a quienes, en un memorándum de 10 de julio de 1991 dirigido al ministro de Defensa, que acaba de hacer público la revista Oiga, de Lima, el presidente Fujimori pedía que se ascendiera en reconocimiento a "exitosas Operaciones Especiales de Inteligencia" (y estipulando, a la vez, que, por razones de seguridad, este documento no debía hacerse público). ¿Cuántos días, semanas o meses demorará el perdón presidencial en excarcelar y enviar al extranjero a los recién condenados ejecutantes de la exitosa operación de La Cantuta? ¿O será tal vez una misteriosa fuga del cuartel donde cumplen sentencia la que devolverá la libertad a esos oficiales a los que ahora ha sacrificado el comando para salvar la cara y acallar las presiones internacionales?

En todo caso, el régimen ha salido algo ensuciado de este asunto. La renuncia, en señal de protesta por lo ocurrido, del primer ministro y ministro de Industrias, Alfonso Bustamante -un empresario bastante más despierto que sus congéneres y al que algunos hubiéramos creído incapaz de acostarse con una dictadura-, es un síntoma del progresivo, aunque todavía muy lento, deterioro del apoyo popular con que cuenta. Si las últimas encuestas no mienten -lo hacen muy a menudo, por desgracia- la cota del presidente cayó diez puntos -de 64 a 54 por ciento- y, de competir en una elección contra el ex secretario general de la ONU Javier Pérez de Cuéllar, éste ahora lo derrotaría. Ha sido sorprendente, en estos días, con motivo de la aprobación de la Ley de La Cantuta por el Congreso de las geishas, ver a un buen número de políticos y de periodistas, hasta ahora geishas diligentes ellos mismos, como los enquistados en el baluarte del fujimorismo que ha sido el diario Expreso, tomar cierta distancia crítica e incluso lamentar, en palabras del director de esa publicación, que, en este delicado asunto, el presidente hubiera "optado por los cuarteles".

¿Indica todo esto un saludable renacimiento democrático en una sociedad a la cual los horrores del terrorismo de Sendero Luminoso y la corrupción y los desastres económicos del gobierno populista de Alan García desencantaron de la ley y de la libertad y echaron en brazos de un demagogo, títere de la fuerza militar? ¿Es esto el comienzo de una verdadera movilización popular antiautoritaria de la cual puede resultar el desplome del sistema dictatorial que se puso en marcha el 5 de abril de 1992 y el restablecimiento de la democracia? ¿O se trata de un alboroto pasajero, sin consecuencias políticas mayores, que el régimen acabará por digerir, resarciéndose de un modo u otro de los apoyos que en estos días ha perdido? Me gus-

Pasa a la página siguiente

Los asesinos

1993.Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1993.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_