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El cielo protector

Fernando Savater

En el enfrentamiento suscitado por el GATT entre los intereses audiovisuales norteamericanos y los europeos, que dicen luchar por su identidad cultural, en tiendo bastante bien el conflicto de intereses, pero, en cambio, no tengo nada claro lo de la identidad cultural. El espanto de los profesionales europeos ante un mercado liberalizado al máximo en Europa, pero eficazmente protegido en Estados Unidos, es comprensible; también lo es que una industria empequeñecida y errática tiemble ante el poderío de multinacionales que venden lo bueno e imponen lo malo, desplazando a veces de las carteleras a películas europeas rentables para sus tituirlas obligatoriamente por subproductos a los que la gran maquinaria tiene que dar salida. Es lógico que estas alarmas reclamen el cobijo de un cielo protector, que no puede ser sino el del Estado: para eso vivimos aún en democracias sociales además de liberales, y no me parece mal que así sea, aunque a veces dicho refugio se exprese en raudos decretos, como el de cinematografía aprobado en España, que son digámoslo suavemente- demasiado raudos (no hay que sulfurarse em pero por los excesos de arbitrismo, pues ya se suavizan luego tales normas con su discreto y gradual incumplimiento). Has ta aquí no problemo, como diría Terminator. Pero hay algo que se echa en falta y algo que a mi juicio sobra. Falta preguntarse cómo y por qué la industria cinematográfica americana ha llegado a su abrumadora preeminencia actual sobre la europea; y sobra, luego intentaré razonarlo, la invocación tremolante a la identidad cultural.¿Por qué el cine americano se ha impuesto de tal modo al europeo hasta el punto de amenazarlo de extinción? Los antiyanquis claman que a causa de la pura y nuda fuerza del dólar. Pero es algo que no ha pasado en literatura, ni en pintura, ni en música sinfónica, ni en gastronomía (por muchas hamburgueserías que se abran), ni en periodismo. Los dólares compran casi todo, pero no aniquilan casi nada (al menos, nunca aniquilan lo que resulta pasablemente rentable de mantener). Los proyanquis arguyen la más simple razón del triunfo: que las películas americanas son mejores. Pero el que una película sea considerada "buena" o "mala" es algo desesperadamente subjetivo; y además, cualquiera que sea el baremo que se aplique, es incontrovertible que bastantes películas europeas y muchas americanas son pésimas. Lo que en cambio sí puede afirmarse es que las películas americanas gustan por lo común a más gente. ¿Por qué? Porque están hechas para eso. Digamos que desde su origen el cine tiene dos vertientes contrapuestas, ejemplificadas en sus opuestos santos fundadores (europeos -todos, desde luego): la dirección Lumiére y la dirección Meliés, la salida de los obreros de la fábrica frente a la conquista del polo o el viaje a la Luna, el naturalismo dramático y el entretenimiento lúdico. Mientras que el cine europeo se ha decantado más y más del lado Lumiére, el americanosin descuidarlo tampoco ha cultivado con entusiasmo el lado Meliés, realizando un cine de espectáculo, de emociones básicas, de cabalgadas y sablazos, de fantasías, carcajadas, sustos y romances. En una palabra: un arte popular acostumbrado a expresarse de un modo apto para todos, pues en Estados Unidos hay de todo y de todas partes. Y de este modo, haciendo cine popular, han popularizado inmensamente el cine: en América, en Europa y en el mundo entero.

Lo más notable es que las ficciones básicas que este cine ha puesto en imágenes provienen en gran medida de la tradición popular europea: Sherlock Holmes, Drácula, Franklenstein, Robin Hood, la isla del tesoro, la máquina del tiempo, el viaje a la Luna y el descenso al centro de la Tierra, los espadachines de Sabatiní y Dumas, los piratas de Salgari, el mundo perdido donde viven los dinosaurios de Conan Doyle, etcétera. En el terreno de los dibujos animados para niños triunfan las francesitas Blancanieves, la Bella Durmiente o Cenicienta; el intrépido inglesito Peter Pan, el travieso italiano Pinocho o la germánica dulzura forestal de Bambi. Lo más parecido a la, por lo visto imposible, unidad europea es Disneylandia. De todo ese legado ingenuo y emocionante se alimenta Hollywood, mientras que otros cineastas prefieren prolongar inquietudes decimonónicas más trascendentales: de la Europa del siglo XIX, el cine europeo tomó las ideologías y el cine americano las aventuras. Dado que la pasión por el cine es afecto eminentemente juvenil (aunque condiciona para toda la vida) no era difícil adivinar quién debía prevalecer en caso de contienda. Comprendiendo además las múltiples posibilidades del cine para adornar la totalidad de la existencia de sus fieles como una ligera pero resistente religión laica, los americanos movilizaron a partir de sus películas un mundo de fetiches, reliquias, juguetes, estampas,uniformes y catecismos. Los padres que hoy se desesperan por la adicción de sus hijos a los dinosaurios deberían recordar que en su infancia ellos jugaron con indios y vaqueros, con arcos y revólveres; en fin, con el merchandising propio de su época. ¿,Y acaso no lo pasamos bien?

Así ganó Hollywood. Y así se montó una industria potente, creativa, de sencilla eficacia universal, a menudo reacia a los excesos de originalidad y temiblemente expansiva. Cuando Europa, entusiasmada con el cine de autor y la denuncia social hasta el punto de olvidar que más del 80% de los espectadores de salas de cine tienen menos de 30 años, quiso reaccionar con películas populares era ya demasiado tarde. De modo que ahora hay que refugiarse en la defensa e ilustración de la identidad cultural. Dejemos la identidad a los controles policiales y a los líderes nacionalistas, que viven de eso. Cada uno nos hacemos nuestra identidad como los pájaros el nido, trayendo pajitas y ramas de aquí o de allá. Que le pregunten cómo se hizo la suya al europeo Terenci Moix, al cubano Cabrera Infante o al también europeo Fellini, que un año antes de su muerte decía en una entrevista que, obligado a vivir su juventud entre fascistas, comunistas y curas, se hubiera suicidado de no haber existido las películas americanas. Queda la cultura. Pero sólo los semicultos creen que la cultura no es más que alta cultura, que toda cultura es arte y ensayo, que para hacer buen cine (o buena literatura, o buena pintura) hay que proponerse hacer Cultura con mayúscula y vocear tan trascendental proyecto urbi et orbi. Si de lo que se trata es de acercar el cine a la cultura, más valdría incluirlo en los planes de estudio de nivel básico, para formar espectadores como se intentan formar lectores. Por lo demás, no es bueno que la cultura dependa sólo del mercado, pero aún es peor que dependa ante todo de ministerios.

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Que hoy el cine europeo, especialmente español, necesita ser ayudado frente a la voracidad del audiovisual americano es evidente. Pero sería conveniente aprovechar la ocasión para reflexionar sobre cómo hemos llegado a la situación en la que estamos. Y que las ayudas no sirvan para fomentar la complacencia en nuestras deficiencias, sino para proyectar el modo de remediarlas. Escuchar a los interesados comisarios políticos de la "cultura nacional" y a los patriotas cinematográficos de urgencia no parece la mejor política en la era del gran salto adelante de las pistas audiovisuales, que harán pronto ridículas las barreras nacionales con sólo apretar un botón en el propio domicilio. Si hoy hay que resignarse al cielo protector, bueno será para mañana ir pensando en horizontes no tan lejanos.

Fernando Savater escritor y filósofo, es catedrático de Ética en la Universidad del País Vasco.

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