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Las máscaras más caras

El arte de convertir la copia en un objeto precioso

Adivinanza para literatos: ¿qué libro requiere una inversión de varios cientos de millones de pesetas y se vende por más de medio millón cuantos más huecos y arrugas tenga? No, no son las viejas ediciones de bibliófilo, aunque vayan camino de serlo. Pues los bibliófilos -exóticos adictos que tiemblan a la vista de un tratado de derecho mercantil de 300 años de edad- buscan la edición original. Y estos libros de la adivinanza -que a menudo no son libros, sino rollos, planos, jirones o pergaminos- son simples facsímiles: reproducciones casi clónicas de los documentos originales, realizadas con gran exactitud gracias, precisamente, a los adelantos en las técnicas de impresión. A veces se produce algún error de cálculo y terminan costando más que el original.España es propietaria de un considerable número de esos documentos de los que se hacen facsímiles, pero, quizá por eso, permanece bastante indiferente hacia ellos, que, sin embargo, excitan grandemente el afán de posesión de alemanes y austríacos principalmente, y de suizos, belgas y holandeses. De modo que sobre la habitual edición de unos 98 ejemplares -con número y diploma, como si se tratase de grabados-, la mitad, más o menos, se vende en el exterior y la otra mitad en España, a una clientela de profesionales liberales entre los que destacan los notarios por alguna misteriosa razón. Naturalmente, explica Luis Martínez Ros, de Testimonio Compañía Editorial, también aquí se producen los consabidos fenómenos de acaparación habituales en el mundo de la especulación de objetos de arte.

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Pago en especies

En contra de lo que se podría pensar, los propietarios -o mejor, los custodios de los grandes originales: el Corán de Muley Zaydan, por ejemplo, o el Beato de Liebana- ceden el permiso para copiarlos con cierta facilidad. Por lo general, son pagados en especie: unos cuantos facsímiles que les permiten difundir los fondos de su biblioteca sin correr el riesgo de andar manipulando unos documentos extremadamente delicados. "Algunas bibliotecas de este país contienen documentos, como el Códice áureo de El Escorial, que se pueden equiparar, en trascendencia para la cultura, con los mejores cuadros del Museo del Prado", dice Martínez Ros. "Y sin embargo no se conocen". Según él, los facsímiles permiten una difusión muy digna de esos documentos sin que se corra el riesgo de su deterioro."Los facsímiles cumplen una misión en la transmisión de la cultura", dice una bibliotecaria especialista en fondo antiguo que prefiere no identificarse, "pero a menudo se han terminado por convertir a su vez en piezas de exclusión, inaccesibles a la mayoría, por lo que pierden su sentido; han dejado de ser el lujo de una sola persona para ser el lujo de unos cuantos". De hecho, ése es uno de los ganchos de su comercialización: poseer algo valioso y, sobre todo, único, o por lo menos infrecuente. Martínez Ros comenta que, entre las clases pudientes y cultas de Latinoamérica, la posesión de obras de cultura es un signo de distinción más apreciado que el número de coches o el de abrigos de piel.

Otro peligro, dice la bibliotecaria, es que con la excusa de los facsímiles ya no se vuelvan a sacar a la luz los originales nunca más. Y aunque algunos editores de facsímiles cuenten maravillas sobre el grado de fidelidad en la reproducción, lo cierto es, advierte, que "a menudo son una birria".

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