Palacio "a la cazadora"
Que a menos de 10 kilómetros de la Puerta del Sol exista un bosque plagado de ciervos, gamos, jabalíes y alguna que otra águila imperial es uno de los grandes enigmas de la naturaleza, como los agujeros negros o el lenguaje de las ballenas. El hecho ya reclamó la atención de los antiguos, sobre todo de los cazadores, y fue Alfonso XI quien, con su Libro de montería (hacia 1350), acabó de levantar la liebre sobre la riqueza cinegética del lugar.
A otro rey, Enrique III, debemos el primer pabellón en El Pardo. Desde aquel Trastámara hasta el general Franco, nuestros jefes de Estado se han revelado como unos tremendos escopeteros, afición que ha redundado en el engrandecimiento del Real Sitio. Y el que más, Carlos III, que parecía empeñado en demostrar que el rey no sólo era el mejor alcalde, sino también el mejor cazador, llegando a transformar la villa en centro cortesano para poder compatibilizar en invierno la pólvora con las obligaciones de la Corona.
Días de preparación
La visita del palacio de El Pardo es -si se permite la comparación- como la cópula del martín pescador: exige días de preparación (el horario es mínimo y cuando no está cerrado por obras, se halla ocupado por algún presidente africano) y se consuma en segundos (los guías del Patrimonio no se andan con zarandajas). Aun así, merece la pena y los 100 duros que cuesta la entrada.De las 53 salas del edificio, el recorrido se ciñe a las 15 o 20 de mayor interés, concepto éste asaz relativo, pues hay quien se extasía ante las colecciones ornamentales de las Reales Fábricas -tapices y alfombras de Santa Bárbara, lámparas de La Granja, bronces y porcelanas del Buen Retiro...- y quien satisface su morbo curioseando en las dependencias ocupadas por Franco desde 1940 hasta 1975. El Comedor de Gala donde el general presidía los Consejos de Ministros, la mesa de la Biblioteca en que apilaba los muchos libros que nunca leería, las camas púdicamente individuales y el televisor antediluviano exhalan, ciertamente, un inconfundible olorcillo a No-Do. A los amigos de las cifras, por último, lo que más les impresiona es el numerito final: la salida por el patio de los Borbones, cuya alfombra, de una pieza, ¡pesa 1.800 kilos!
A un tiro de escopeta del palacio, la Casita del Príncipe es un caprichazo que se dio María Luisa de Parma, esposa del príncipe Carlos, para merendar con sus amigas a una distancia prudencial del etiquetero Carlos III. Los planos son del neoclásico Juan de Villanueva, y lo mejor, las pinturas de Jordán, Mengs y Bayeu.
Siempre habrá a quien la profusión de sedas y bordados de la Casita le empalague un tanto, de modo que el contrapunto lógico a esta pocholada puede ser la visita al sobrio convento de Capuchinos. Encaramado en la colina contigua al pueblo, ofrece, además de una vista muy postalera del mismo, del monte y de la sierra, un Cristo yacente del que su autor, el pío Gregorio Hernández, pudo decir: "El cuerpo lo hice yo, mas la cabeza la hizo el Señor".
Algo más alejada queda la quinta del duque del Arco, propiedad en tiempos del montero mayor de Felipe V. La colección de papeles pintados al estilo francés del pasado siglo no tiene desperdicio, pero nada puede compararse a un garbeo por su romanticón jardín. Vagar entre los cuadros de boj y los árboles centenarios es un placer que ni siquiera los incesantes escopetazos logran mermar.
Safari visual
Igualmente placenteros son los paseos por las zonas del monte abiertas al público y menos frecuentadas por éste. El recorrido por la margen occidental del Manzanares, desde el puente hasta el pie de la presa, constituye un safari visual de lo más recomendable.Y, de paso, sirve para abrir apetito, pues los jabalíes y venados que pululan en estos encinares han dado notoriedad a las mesas de El Pardo. Unas mesas que aún guardan viejos secretos, como esa sabia combinación de sabores y velocidades que es el conejo con caracoles.
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