Recuerdo de Max Aub
Ahora que hace tantos años que nadie se acuerda de Max Aub le dedican un congreso entero en Valencia, y uno agradece ese pretexto de que su nombre y su cara vuelvan a aparecer en los periódicos, su nombre de judío alemán y francés que eligió ser español y su cara de anciano concentrado y furioso, con esas gafas redondas de escritor republicano, de novelista y memorialista que ha mirado a través de ellas todos los desastres del mundo, que se ha afiliado a todos los destierros posibles, que ha vuelto en la vejez al país de su juventud y de su memoria para descubrir que ya no era suyo y que no se parecía nada a lo que él recordó durante 30 años. .Ahora, durante unos días, los eruditos y los especialistas conmemoran la vida y los libros de Max Aub, pero lo único que suele conmemorarse de verdad en ese tipo de conmemoraciones es el olvido. De todas las injusticias de la posteridad, una de las más tristes es la supervivencia exclusivamente académica. A Max Aub, en estos tiempo no lo lee nadie más que algunos profesores minuciosos y algunos hispanistas norteamericanos, y eso sería una simple injusticia, si no fuera también un síntoma. A Max Aub no lo lee nadie, o casi nadie, por la triste y cruda razón de que perdió la guerra, pereciendo en ese incalculable Titanic de la cultura republicana española del que sólo acabaron salvándose epidérmicamente algunos poetas de la Generación del 27. Max Aub está tan perdido para nosotros, para nuestra cultura pública, como Manuel Azaña, que es otro de los grandes prosistas españoles de este siglo, y nuestro único moralista político, o como el hipocondriaco memoralista Arturo Barea, quien no habría encontrado el amor de su vida ni su vocación de escritores de no haber sido por la guerra española.
Cuando en los libros de texto del bachillerato, o en las Estas de lectura de las universidades, se afirma que la novela española de posguerra comienza, prácticamente de la nada, con La familia de Pascual Duarte, dándose a entender que después de Galdés y de Baroja hay un borroso vacío del que emerge solitariamente Camilo José Cela, se olvida que al principio de los años cuarenta, mientras Cela comenzaba su libro en una lúgubre oficina ministerial de Madrid, Max Aub escribía en el destierro mexicano su pentalogía de los Campos, que no es sólo un retrato atroz y verídico de la guerra española, sino también un ciclo novelesco alentado por la misma ambición narrativa y moral de la que nacieron los Episodios, de Galdós, y el Ruedo Ibérico, de ValleInclán.
Max Aub era un hijo de judíos expatriados que decidió quedarse En España y escribir en español. Su patriotismo laico, republicano e ilustrado es más admirable por tratarse de un patriotismo voluntario, de una elección dictada por la afinidad y el amor que terminó en otro destierro. A Max Aub le tocó presenciar los apocalipsis sucesivos con los que el fascismo y el estalinismo incendiaron el mundo, y escribió con la misma pasión acerca de los primeros días de la guerra española y de las oleadas de muchedumbres y de ejércitos que anegaban Europa en 1945. La suya es prácticamente la única voz española que reflexionó en voz alta sobre el horror del holocausto. Aquella mirada tan adicta en los años treinta a los lugares y a las voces de Madrid, aquellas gafas redondas de escritor republicano, tuvieron delante de sí los peores desastres de este siglo. Max Aux, judío desterrado, español por propia voluntad, republicano vencido, escritor sin país, continué escribiendo obras maestras en medio de la adversidad, sabiendo como sabía que no iba a leerlo casi nadie, empujado por una fiera voluntad de testimonio, por una devoción irremediable a la literatura y al idioma español. Sus novelas de los Campos, que reeditó Alfaguara a lo largo de los últimos setenta, tienen la verdad despojada y nerviosa de las mejores narraciones de Baroja. Su teatro de entonces, en el que revive la insoportable y ecuánime crueldad de las tragedias antiguas, es un retrato de los terrores milenaristas del fin de la guerra mundial y de los comienzos apocalípticos de la guerra fría.
En Josep Torres Campalans, falsificada biografía de un pintor perfectamente verosímil, pero inexistente, se adelantó al cinismo posmoderno de estos tiempos en los que nadie distingue entre las apariencias de la realidad y las ficciones comerciales que las imitan. Volvió a España en 1969, y dejó de aquel regreso inútil el testimonio aturdido y amargo de La gallina ciega, involuntario esperpento de un país amnésico, ignorante y hortera que celebraba la llegada del turista dos millones como el advenimiento de un dios.
Juiciosamente, Max Aub se volvió a marchar, sabiendo sin duda que moriría en México y que no era probable que sus libros tuvieran alguna vez lectores españoles. Estos días, en Valencia, vuelven a nombrarlo los eruditos, y uno quiere creer que lo invocan con el espiritismo de sus ponencias y sus investigaciones, y que su sombra republicana y desterrada deambula por los pasillos y las aulas del congreso. Ojalá sus libros empiecen desde ahora a encontrar el porvenir que merecían. Ojalá Max Aub no vuelva a marcharse nunca.
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