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Reportaje:EXCURSIONES DE MANZANARES A MIRAFLORES

Las edades de la Piedra

Parece probado que los primitivos madrileños anduvieron cazando y pescando en el valle del Manzanares allá por el paleolítico inferior. O sea, en la Edad de Piedra. Con el paso del tiempo los madrileños fuimos cambiando, pero la piedra y el valle permanecieron, y de las mismas canteras que nuestros antepasados extrajeron sus hachas y sus puntas de flecha han salido los chalés que proliferan como hongos en estos contrafuertes de la sierra.De esa roca elemental está hecho también el castillo-palacio de Manzanares El Real. Levantado por los Hurtado de Mendoza a finales del siglo XV, con elementos a medio camino entre lo morisco y lo renacentista, ha sido remozado para deleite de conferenciantes o políticos en actos de gala. Aquí se firmaron los estatutos de la Comunidad y aquí se recuerda, con regocijo, a los larguiruchos Celtics de Boston contorsionándose como culebras en las diminutas escaleras de caracol de las cuatro torres.

Es una lástima que la rigidez de los horarios de visita impida demorarse bajo los arcos del patio en el adarve de mediodía, ambos concebidos por Juan Guas. Las vistas desde este último, o desde cualquiera de las almenas, quitan el hipo: a los pies de la fortaleza, el embalse de Santillana, salpicado de garzas y ánades; a sus espaldas, el desbarajuste granítico de La Pedriza coronado por la excrecencia de El Yelmo; y más allá aún, muy cerca del cielo, las cumbres nevadas del Guadarrama.

Nada ha de extrañar, a quien otee este panorama, que Felipe II acariciase la idea primera de levantar aquí el monasterio de El Escorial. Los constructores de la iglesia parroquial de Nuestra Señora de las Nieves, de la Casa Consistorial y de la ermita de Peña Sacra, todas del siglo XVI, debieron de juzgar igualmente plácido y digno el enclave.

A un tiro de piedra de Manzanares se encuentra Soto del Real. Gozó esta villa de cierto esplendor durante el siglo XVI, bajo el influjo de los Mendoza, al hallarse situada en el camino que unía la cabecera del señorío de Manzanares con la residencia urbana palaciega de Guadalajara. De aquella época data la iglesia parroquial, un pegote de mampostería difícil de ponderar se mire por donde se mire. Eso y el vecino puente de arco apuntado que salva un vivaracho arroyuelo constituyen lo más pintoresco del lugar. Lo mejor es dejarse caer por la Bodega El Puente, despacharse unos montaditos -el de queso con pasas- y poner rumbo a Miraflores.

Miraflores

Porquerizas era el nombre maloliente por el que se conocía a esta localidad en tiempos de Alfonso X el Sabio, su fundador. Y no fue hasta el siglo pasado cuando Isabel II la bautizó con el actual, debido, al parecer, al favorable juicio que le merecían sus alrededores, y en especial los hermosísimos parajes que esconden las faldas de los puertos de Canencia y La Morcuera. Muy mozo debía de ser entonces el olmo de la plaza. La autoridad (le este decano de la naturaleza es, tal que incluso hoy, seco "y en su mitad podrido", sigue presidiendo las tertulias de los abueletes.

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Después de la obligada comilona (carne a la brasa en Maito, por ejemplo), se impone un paseo al tuntún, hilvanando las muchas fuentes -de San Juan, del Pino, de Cataluña, del Cura, de la Teja, del Pilar...- que, diríase, nos salen al paso para calmar la sed de la laboriosa digestión. Y así se llega hasta el mirador de la Virgen, donde, aparte de un vasto panorama, hay un curioso monumento-estela-fuente consagrado a la memoria de Antonio Robledo Palomino, cazador de alimañas (es decir, lobos). Aunque una mejor vista del pueblo se obtiene desde la gruta de Nuestra Señora de Begoña: del pueblo y de la garganta en la que, embravecido por las lluvias mil del otoño, serpentea el arroyo de Miraflores. Unas aguas éstas que luego serán del río Guadalix y luego del Jarama, y que seguirán corriendo hasta unirse, ya al sur de Madrid, a las del viejo Manzanares.

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