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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Lealtad y buen gobierno

NINGÚN PACTO es gratuito. El de gobernabilidad concluido entre los socialistas y los nacionalistas catalanes, que permitirá aprobar los presupuestos y gobernar con un mínimo de estabilidad política al menos durante un año, costará a los contribuyentes, según sus críticos, unos 10.000 millones de pesetas: la cantidad que Pujol espera obtener como ingresos extra del nuevo sistema de financiación autonómica. Pero si el asunto se plantea en esos términos, habría que considerar el coste de las demás combinaciones posibles. Y puede apostarse a que la otra que se deduce de los resultados del 6-J, la del PSOE con Izquierda Unida -formación partidaria de aumentar el gasto social al menos tanto como pretenden los sindicatos- costaría al Tesoro veinte o treinta veces más.Es verdad que queda un tercera hipótesis, la de la gran coalición entre el PSOE y el PP, y que Aznar ha dicho que él no habría cobrado nada por apoyar los presupuestos. Pero, aparte de que ese ofrecimiento casa mal con la enmienda a la totalidad -y descalificación sin quiebra- del PP al proyecto de presupuestos, quien defienda esa hipótesis extrema, propia de situaciones de emergencia grave, tendrá que demostrar que no hay otra salida.

En los sistemas parlamentarios proporcionales es habitual que los partidos cuyo apoyo se requiere para respaldar Gobiernos sin mayoría planteen exigencias proporcionales al grado de imprescindibilidad de tal apoyo. Esas exigencias reflejarán, lógicamente, sus propias prioridades programáticas, las cuales tendrán con frecuencia repercusión presupuestaria: más ayudas a los pequeños comerciantes, o a la agricultura, o a los jubilados, etcétera. Pero es cierto que el carácter nacionalista de las formaciones llamadas esta vez a completar la mayoría gubernamental introduce un factor de inquietud en la medida en que sus prioridades esenciales son de carácter territorial. Y aunque cabe considerar lógico que así sea, los nacionalistas pueden plantearse esa prioridad desde dos actitudes diferentes: considerando que facilitar el buen gobierno de España favorece los intereses particulares de su territorio, o tratando de aprovechar la debilidad de un Gobierno sin mayoría para trastocar en beneficio propio las reglas del juego. Lo primero es legítimo; lo segundo, desleal.

En principio, la participación de los nacionalistas en la gobernabilidad del Estado debería ser un poderoso factor de integración nacional. No la integración forzada de la tradición centralista, sino la resultante de la adhesión a un proyecto democrático que incluye entre sus principios el del autogobierno. Rechazar de entrada la posibilidad de esa participación parece poco inteligente. Pero la desconfianza estaría justificada si los nacionalistas pretendieran mantener indefinidamente abierta la negociación, con la amenaza de romper la baraja en cualquier momento si sus requerimientos no son atendidos de *inmediato: con 17 diputados (22, si se consideran los 5 del PNV) no se puede pretender imponer los propios planteamientos a un partido que ha obtenido 159. Pero además, esa presión es incompatible con la estabilidad política y la gobernabilidad que los nacionalistas dicen estar dispuestos a garantizar.

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Especialmente si esas exigencias son planteadas desde la amenaza de cuestionamiento del marco autonómico, como a veces parece deducirse de ciertas declaraciones deliberadamente ambiguas de los dirigentes nacionalistas (como las de ese senador del PNV que el otro día desbarró sobre las aspiraciones confederales que atribuyó a los vascos). Hay una evidente contradicción entre la exigencia de "gobernar, ya", planteada por Roca tras las elecciones, y la pretensión de mantener indefinidamente abierta la negociación, insinuada por Pujol. Los pactos no pueden implicar la renuncia a la ideología de los firmantes, pero sí es exigible la lealtad de cada una de las partes al mutuo compromiso, y de ambas al sistema.

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