Nacionalismos
Les ví allí, en la bella Donostia, justo el sábado pasado: unos cuantos miles de simpatizantes hacheberos cuya estrechez de miras se evidenciaba aún más al coincidir con el Festival de Cine de San Sebastián, maravilloso en su pluralidad de culturas y de alientos. Los manifestantes eran muy normales, por supuesto: matrimonios campesinos de aspecto macizo y afable, dulces muchachitos de melena flotante y aire ecologista. Una gente estupenda, y, sin embargo, todos ellos estaban apoyando tácitamente el miserable asesinato de un anciano indefenso dos días antes. Por no hablar de las otras muchas muertes. Me pregunto en qué momento aciago de su vida pensante se les detiene la razón y la compasión, cómo les eclipsa el fanatismo de tal manera.Claro que no todos los nacionalistas son feroces. Un abertzale me dijo hace poco que para él el nacionalismo es, sobre todo, una lucha contra la uniformidad, y en eso estoy por completo de acuerdo: hay que mantener y reforzar el tesoro de una lengua y una memoria propias. Pero toda cultura es móvil y mestiza: y así, por ejemplo, los siglos de uso del idioma español forman hoy también parte de lo que es Galicia, el País Vasco o Cataluña. Cegarse ante eso es falsear la identidad, lo mismo que si quisiéramos borrar nuestro pasado árabe.
Una está a favor de la Europa de los pueblos y de la diversidad, pero los nacionalismos me dan miedo: llevan dentro de sí demasiada sangre y demasiada irracionalidad, un agujero negro. Son una bomba de relojería que se puede disparar hacia el horror en cualquier momento, como sucedió en Yugoslavia. Y que conste que cuando hablo de nacionalismos me estoy refiriendo también al españolismo, menos evidente hoy porque no necesita reafirmarse, pero posiblemente el más abundante y quizá el más fiero.
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