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ETA, historia y mito

Antonio Elorza

"Cuando crees que ya se acaba, vuelve a comenzar". La angustia experimentada estos días ante el secuestro del ingeniero Iglesias por ETA me llevó a recordar el momento en que, ahora hace 25 años, crucé el puente de Irún en una noche de agosto, cargado de panfletos procedentes del Mayo Francés -más un gigantesco poster de Lenin con leyenda de Mayakovski-, con la sorpresa de que el intenso y nervioso control fronterizo desdeñara los papeles al registrar el vehículo. En ese mismo día, cosa que yo ignoraba, ETA había ejecutado al policía Manzanas, tildado de torturador. La lucha armada daba su primer paso, decisivo, proporcionando al terrorismo una coartada ideológica que se mantendrá por lo menos hasta el atentado de la calle del Correo, en cuanto fórmula de suprema eficacia antifranquista culminada en otra ejecución, la de Carrero Blanco. Resulta explicable que ETA tratase a partir de 1975 de mantener la imagen de la democracia como simple prolongación del franquismo, lo que habría justificado la persistencia de su acción. Pero, una vez deshecha la coartada, lo que quedó fue la autonomía del aparato de violencia del nacionalismo radical, prolongando la aplicación de una ideología que no ha variado desde sus orígenes y que encuentra antecedentes bien definidos en el nacionalismo independentista anterior a 1936. A falta de otras virtudes, el sistema ETA puede exhibir la fidelidad a sus principios, en el fondo y en la forma. La acción violenta es siempre el factor que mantiene la tensión del movimiento, de sus militantes: Atentado en Murcia, proclama feliz en portada su órgano de prensa, como prueba inequívoca de vitalidad. El secuestro cumple una función análoga y, de paso, permite desplegar todos los medios posibles de descalificación del enemigo, desde los lazos azules, asimilados unas veces a falange, otras a un simple excremento, hasta el tradicional ejercicio de captación, que tan bien entronca con el pensamiento reaccionario: ¿qué representa un secuestro individual comparado con los 600 patriotas secuestrados en las cárceles españolas? Lo importante es seguir ahí, mostrar que el pulso con el Estado español se mantiene. Aunque ello tenga el precio de una brutal degradación, como muestra la prosa inefable que preside las conversaciones del manager del chantaje ejercido sobre los empresarios vascos. Y otro rasgo no menos envilecedor: el protagonismo político de la muerte.Con el secuestro de Iglesias han coincidido también algunas acciones decisivas de la Ertzaintza contra la red del impuesto revolucionario, justo cuando el PNY alcanza un grado máximo de implicación en la política de Estado al respaldar en momentos muy difíciles la actuación del nuevo Gobierno de González. La divisoria entre el nacionalismo legalista y el insurreccional en Euskadi se presenta más clara que nunca. El lehendakari Ardanza lo explicaba hace unos días ante las cámaras de la cadena de televisión francesa Arte. A su juicio, existían dos nacionalismos en el País Vasco: uno, el histórico, encarnado a lo largo de una trayectoria secular por su partido, bajo el signo de la moderación y el respeto de la ley; otro muy diferente, el de ETA, practicante de la violencia, no civilizado. En apariencia, ningún punto de contacto existía entre ambos. Luego añadía, sereno y sonriente, que él era vasco; en modo alguno español. Con ello asumía explícitamente la profesión de fe sabiniana, núcleo de la aparición del PNV en la historia, pronto hará un siglo. Lo que ocurre es que esa dualidad está también en la base del otro nacionalismo vasco, el incivilizado, perfectamente fiel al respecto a las enseñanzas de Sabino en cuanto a la incompatibilidad de vascos y españoles. Los medios serán condenables, pero difícilmente cabrá achacar al sistema ETA heterodoxia respecto de su fuente nacionalista. Más bien, por mucha carga de tercermundismo revolucionario y ecología que asuma, se trataría de una expresión bien nítida de fundamentalismo, donde los principios sabinianos ponen sobre la escena histórica toda su carga de irracionalidad y, lógicamente, acaban siendo ante todo la justificación de la violencia.

De manera que no estamos ante la historia de dos nacionalismos sino ante las dos vertientes, de relieve bien distinto, eso sí, de un mismo nacionalismo. Desde sus primeros pasos políticos, el nacionalismo sabiniano llevó por un lado a una estrategia de confrontación abierta por España, y por otro, a una práctica posibilista de adecuación al sistema político y a las exigencias económicas propias de una burguesía moderada. De un lado, a la insurgencia; de otro, a la gestión de una auto nomía. Pero en el fondo la mis ma dualidad, la misma concepción mítica de una sociedad vasca arcaizante, festiva y rural, cohesionada por su idioma. Dado el enroque a que ha llega do el nacionalismo radical, no caben esperanzas en cuanto a su evolución, ligada a la suerte de la lucha armada. Seguirá cantando la "perfección" (sic) con que actúan los extorsionadores de ETA, con el mismo vigor y la misma cautela frente al enemigo que recomendara san Ignacio, entre proclamas antiimperialistas y gozosas reseñas de las fiestas locales y de las hazañas de la trainera sampedrotarra. Pero, al aproximarse el centenario, es al PNV al que toca actualizar de una vez los contenidos de un nacionalismo cuyo núcleo dualista y mítico sigue pesando como una losa sobre la propia construcción nacional vasca.Para terminar, la evocación de éste como de otros nacionalismos nos permite apuntar algunas ideas sobre el sentido de la historia, en cuanto análisis de procesos que se generan en el pasado y que de un modo u otro siguen actuando hoy. No cabe confundir las interpretaciones erróneas o míticas que puedan producir los propios historiadores -con gran frecuencia, agentes de conversión de la historia en tradición inventada, y por tanto, en ideología- con una exigencia de quebrar el hilo que une la historia con el presente. La historia no es un simple juego de interpretaciones contrapuestas sobre el pasado. Reconstruye procesos de naturaleza muy diversa, pero que confluyen en un presente que es también momento de la historia. Lógicamente, sin que exista un determinismo que permita convertir la historia en profecía. Como hiciera notar uno de nuestros mejores historiadores, José Antonio Maravall, el conocimiento histórico es un supuesto para el ejercicio de la autonomía de la razón y, por consiguiente, para la construcción de la libertad. En unos tiempos en que ha quebrado una vieja compañera del hombre occidental, la idea del progreso, y con ella las profecías históricas centrales de la modernidad, conviene recordarlo de cara a un desconcierto que sólo puede favorecer la pervivencia y el resurgimiento del mito.

es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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