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Prosperidad y libertades

Recuerdo, hace muchos años, una visita a México. Vi a unos cuantos exiliados de la guerra civil. El despegue económico español de los años sesenta ya se había producido. Vivíamos en un régimen autocrático, no había libertades y pesaba sobre nuestra vida colectiva el resultado de la guerra civil. El sistema político era de los vencedores, 31 de ellos era el poder. Pero el despegue económico era evidente. Los exiliados españoles de México que yo conocí eran admirables, recalcitrantes, ajenos a cualquier posibilidad de pacto con la dictadura. No querían volver a España mientras viviera Franco. Algunos, por desgracia, no querían ni podían venir, como no fuera para un breve viaje. La guerra y los años les, habían trasterrado definitivamente.Pero mucho más que su coherencia política me admiraba, en algunos, su subconsciente sentido calvinista de la historia: se resistían a creer que en España hubiera un notable despegue económico, puesto que estaba gobernada por Franco, un general rebelde que había expulsado al Gobierno legítimo. La correlación opresión pobreza había funcionado durante 20 años; parecía una ley histórica. Ahora, de repente, se les trastocaban los principios. La prosperidad era compatible con la ausencia de libertades, con el monopolio político de los vencedores, hasta con la iniquidad.

La trampa económica está siempre al acecho. Porque no hay que ser muy escrupuloso con el respeto de los derechos humanos para instalar la prosperidad. Es cierto que una buena prosperidad requiere al menos algunas libertades, pero es compatible con una opresión dura. Ahí está el caso de China, bien significativo. Otra cosa es que el desajuste pueda mantenerse indefinidamente. Pero no hay que ser modele, de democracia para producir envidia económica.

España es una democracia reciente y tiene una delicada situación económica, y ahora hay elecciones generales. La situación económica tiene un componente obvio: el paro. Y el paro produce tensión social; pero la tensión social no es una especie de síndrome colectivo individualmente indoloro: está tejida de problemas personales, individuales. El sistema social en el que vivimos liga la prosperidad de las personas, su bienestar, al trabajo. El que no tiene trabajo quizá pueda subsistir, pero es una pieza desajustada en la sociedad, tiende a estar mal visto por los demás y, sobre todo, por sí mismo. Es evidente que los que tienen trabajo, en general, gozan de más bienestar que los que no lo tienen. El paro es así, con todos los paliativos que se quieran, un azote social. El paro, aunque el hambre se remedie o no aparezca. Peor eran la peste y las hambrunas, por supuesto. O lo son, que en otras partes existen. Pero ése es magro consuelo.

En estas circunstancias, el paro y la incertidumbre económica que comporta son los protagonistas de estas elecciones. Y se *comprende. Es una preocupación que afecta a lo primario. Los candidatos se desviven por convencer de que ellos son los que mejor pueden aliviar el azote. Es lo que tienen que hacer. Los que no estamos en paro, también participamos de esa preocupación. Por eso, entre otras razones, creo que hay que poner orden en el gasto público, aumentar las inversiones, estimular el ahorro, evitar derroches tan estúpidos como muchas subvenciones a las televisiones públicas, convencer a los que trabajan de los verdaderos mecanismos de solidaridad con los que no trabajan, convencer a la gente de que no se puede vivir por encima de las posibilidades.

Todo lo cual es aún más necesario, porque nos hemos metido, por gusto y por necesidad, en Europa, ese lugar en el que la retribución se rige, en esencia, por las reglas de la competitividad capitalista, con todas las correcciones que se quieran, pero duras reglas, que son tales que si las aprovechas, progresas, y si las desprecias o ignoras, te sumes en la marginalidad. Y ésas son las reglas, y aunque a algunos les disgusten, no podemos implantar otras que, por cierto, no parece que en ningún caso podrían traer prosperidad ni en los mínimos aceptables, incluso para una población poco ambiciosa de bienestar, lo que no es el caso.

Pero estas realidades no pueden hacernos olvidar otras que están ahí y que ponen en riesgo, más o menos próximo, nuestras libertades. Las elecciones no sirven sólo para designar a los gestores de la política económica. La democracia, especialmente en un país de pasado poco democrático y con no tanto aprecio por las libertades, está siempre inmersa en riesgos de perversión y, sobre todo, en la tentación de resignarse con las formas mientras la sustancia degenera. Y no es cuestión de afán 'doctrinario, sino que somos muchos los que queremos vivir en libertad, y ésta siempre peligra o es insuficiente, víctima, entre otras cosas, de las razones de eficacia y de los vericuetos por los que se cuela el afán, legítimo pero peligroso, de poder. Y las elecciones son una ocasión de que cada cual decante sus preocupaciones, sus aspiraciones para la vida colectiva, y las haga valer de algún modo, mediante algo que es, individualmente considerado, pequeño y limitado, pero es algo: el voto. La situación económica no puede hacer olvidar peligrosas carencias de nuestra democracia.

Y así, a mí me gustaría que, después de las elecciones, desapareciera el sectarismo político en la designación de trabajadores públicos profesionales de toda clase, en la asignación de contratos públicos de todo tipo. Y no digo que esas decisiones se tomen sin criterio público, que sería gran sinsentido, sino sin sectarismo político; es decir, con riguroso respeto del principio de no discriminación entre personas por sus ideas o vinculación a partidos o ideologías, con riguroso respeto a la no discriminación entre personas para su acceso al trabajo o al ejercicio de la legítima contratación con los entes públicos.

Y me gustaría que, después de las elecciones, el derecho a la tutela judicial de la Constitución fuera más efectivo o menos inefectivo, mediante la adecuada organización judicial que permitiera una justicia, si no rápida, que es mucho soñar, al menos no irrisoria por su escándalosa lentitud.

Y me gustaría que se pusiera coto a las empresas públicas ineficaces, ya que toda forma de derroche público es un atentado a la solidaridad y a las posibilidades de empleo.

Y también que desapareciera ese vergonzoso mercadeo político a la hora de designar miembros de instituciones que garantizan nuestras libertades, como son el Tribunal Constitucional, el Consejo del Poder Judicial o el Tribunal de Cuentas. Y tampoco aquí se trata de excluir criterios políticos; yo no contribuiría a designar para el Tribunal Constitucional a un racista, por eminente jurista que fuera. Se trata de garantizar públicamente, mediante el oportuno contraste de capacidades, la adecuación de los candidatos a los cargos, y de paliar el. sistema, a la larga suicida, que prima desmesuradamente la pura lealtad política o personal. Se trata de cumplir la Constitución, desde los plazos de renovación hasta las garantías del mayor acierto.

Y también que se reforzaran las medidas que limitan cualquier clase de prepotencia administrativa, en todas las administraciones públicas de cualquier grado, condición y sector. Y que se tomaran otras para garantizar el derecho a la intimidad de todo el mundo, y la protección de los menores frente a la desidia o a la malevolencia de sus mayores y frente a la despiadada codicia de quienes hacen de todo mercancía, amparándose a veces, cínicamente, en derechos tan fundamentales

como el de libertad de expresión. Y me gustaría que la solidaridad interpersonal e interterriorial se reforzara, y no por utopías de igualdad económica, sino porque creo que sin esa solidaridad no hay bases suficientes para el disfrute pacífico y generalizado de las libertades.

Y me gustaría que la separación de poderes fuera algo más efectiva.

Y que la seguridad jurídica no se deteriorara de continuo.

Y que la televisión pública no fuera un modelo de sectarismo político. Y más cosas que callo para no hacer la lista farragosa.

Y, naturalmente, no espero que en ningún caso mis deseos se conviertan en realidades en un momento. Ya sería algo que al menos las cosas no fueran por la senda contraria a la que prefiero. Voy a votar en la dirección que creo más compatible o, si se quiere, menos incompatible con esas aspiraciones. Allá cada cual con su responsabilidad.

Pero ¿cómo se identifican las aspiraciones de cada cual con un candidato? Ése es el problema del elector, y ahí está su riesgo de error. Pero de él depende el futuro, ya que la votación es para el futuro, no para el pasado; éste puede ser importante a la hora de ejercitar la opción de futuro, y nada más; el elector, afortunadamente para la democracia, no vota por agradecimiento, sino en virtud de una confianza. Tampoco suplanta el juicio de la historia. El elector sabe que no debe nada al que gobernó; en realidad, el elector paga al votar, ya que le da al elegido lo que éste quiere: poder. Cualquier político está pagado en el momento de ser elegido. El elector le ha transferido una parte de su libertad. El elector vota siempre una esperanza. Y a plazo corto. Por eso hay elecciones, como mínimo cada cuatro años. Así es la Constitución. Así es la democracia. Sería terrible que el elector votara resignación. Entre las distintas posibilidades, siempre hay alguna mejor o menos mala, que las otras.

Jaime García Añoveros es catedrático de Hacienda de la Universidad de Sevilla.

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