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En las catacumbas, pero menos

Aunque vive en las catacumbas, aunque ha sido vejada y escarnecida por la sociedad de consumo, aunque se dice que el suyo es un público de fantasmas, el hecho es que la poesía recibe de cuando en cuando reconocimientos de entidad y acapara para sí los equívocos resplandores de la actualidad literaria. La semana pasada era Claudio Rodríguez quien conseguía el Premio Príncipe de Asturias de las Letras; este lunes, Carlos Bousoño se alzaba con el Premio Nacional de las Letras Españolas, y ayer mismo, de nuevo Claudio Rodríguez se hacía con el más importante galardón lírico del mundo hispánico, el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana: importante por estar asociado a la Corona, por su proyección cultural, por su dotación económica y por la calidad del jurado, con dos premios Nobel en su seno.La iniciativa del Patrimonio Nacional y de la Universidad de Salamanca de organizar este premio, que ahora cumple su segunda edición, es especialmente loable al vindicar con los más altos patrocinios este género, la poesía, que, al cabo, es la esencia de la literatura. Y a estos efectos es indiferente que sea, de momento, poco o muy leída, que viva en las catacumbas, como ha dicho Octavio Paz, o que alguna vez emerja a las luces de las bambalinas. Por lo demás, siempre o casi siempre ha sido así en los tiempos modernos. Las primeras ediciones de los grandes poetas contemporáneos -desde Baudelaire- han sido normalmente exiguas.

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Uno de los libros poéticos más leídos de este siglo (más de dos millones de ejemplares), Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, comenzó a circular en una escasa tirada, y todavía en 1936, 12 años después de su salida, se imprimía en Madrid en una edición de 500 ejemplares. "Yo no soy un poeta de mayorías, pero sé que indefectiblemente tengo que ir a ellas", dejó dicho Rubén Darío. Éste es, en efecto, el destino de la gran poesía. Un destino que se realiza durante muchos años e incluso durante siglos. Los best sellers y las novedades de relumbrón resisten bastante menos. Los lamentos por la escasa difusión de la poesía debieran tener en cuenta este aspecto esencial. Lo que sucede es que esta difusión máxima sólo la logran los grandes poetas, y poetas grandes hay muy pocos. Pero es una ley inexorable.

El Premio Reina Sofía se halla arraigado en estas convicciones. Es un acontecimiento feliz que en su segunda edición haya recaído en Claudio Rodríguez, nuestro poeta actual más puro, más alado. Para el autor de Don de la ebriedad, 1993 está siendo un año de reconocimientos. Feliz año, porque se ha hecho justicia a una voz incontaminada, que nos restituye la inmediatez sagrada de lo real y que de los espacios oscuros del dolor más terrible sabe extraer la dulce melodía del verso, ángel llameante que conjura las tenebrosas señales de la nada.

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