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Tribuna
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Milagro en la dehesa

El toro se recupera, de repente. La Virgen de Lourdes ha descendido a las dehesas de Iberia, compadecida de los graves males que aquejaron a los toros bravos durante las Fallas de Valencia, ha extendido sobre pastizales y jaras su milagroso manto, y ya empiezan a sentir la alegría de vivir estos animalitos de Dios. Llevados al rubio albero del redondel sevillano, la mayor parte de ellos embisten de corto y de largo, persiguen codiciosos las muletillas embrujadas, asustan a los toreros espantadizos de suyo y no faltan los que se atreven a romanear caballos y derribarlos, tirando de paso por el suelo al robusto picador, con su temible castoreño.Cuantos toros se lidiaron en las pasadas Fallas (rarísima será la excepción), se caían tan pronto plantaban su pezuñita feble en la arena no tan rubia del redondel valenciano. Nadie entendía qué les podía pasar a esos toros. ¿Habrá epidemia?, se preguntaba la afición, entre amostazada y mohina. Se preguntaba, y no encontraba la respuesta. Y eso le ocurría por no preguntar a quienes de esto saben; a quienes tienen ganada cátedra de tauromaquia y de zootecnica y dictan lecciones magistrales frente a una fuente de cigalas: los taurinos.

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Dicen los taurinos que los toros (falleros y demás) se caen por culpa de la consanguinidad, lo cual es una fastuosa demostración de sabiduría, sobresaliente cum laude. Y aún añaden más causas: el stress que padecen durante el transporte; otro stress redoblado al encontrarse en el ruedo solos ante el peligro; la pertinaz sequía, que debilita su aparato locomotor. Hace unos añitos de nada llovió a mares en todas las dehesas de Iberia, y pues los toros se caían también, explicaba el taurinaje que se debía a la humedad, provocadora de reumas. Y sigue la casuística taurina: se caen por bravos, ya que los mansos nunca se quieren caer; se caen por efecto del toreo moderno, que les obliga a humillar. Se caen, en fin -esta es la argumentación cumbre- porque no tienen casta. Los ganaderos -acusan los taurinos- han eliminado mediante cruzas perversas la casta de los toros y son reos de leso toricidio.

Todo eso se decía al acabar las Fallas de Valencia -20 de marzo de 1993-. Y a partir de la Feria de Sevilla -21 de abril de 1993- los toros de las ocho primeras corridas (la novena -se exceptúa el toro que hirió a Rincón- constituyó una pantomima) ya no se caían; ya embestían, ya romaneaban y echaban a rodar robustos individuos tocados de castoreño. Ya no tenían consanguinidad, ni stress, ni sed, ni reuma, ni bravura, ni mansedumbre, ni los toreros los toreaban con la mano baja. Y, principalmente, volvían a tener casta. Y todo ese milagroso cambio orgánico, funcional, técnico, taurómaco y de los grandes expresos europeos, se había producido en sólo un mes. Si no llega a ser por la Virgen, menudo problema.

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