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Eterno crepúsculo

Mario Vargas Llosa

Quienes se maravillan de que, en la era del desplome de los regímenes marxistas bajo presión popular, el de Fidel Castro se mantenga aún en pie y, pese al descalabro de su economía y de las condiciones cada vez peores de vida, los cubanos parezcan resignarse a su suerte -con la excepción, admirable por cierto, de puñados de disidentes reprimidos sin piedad- olvidan que, a diferencia de lo que ocurre con un individuo, un país siempre puede estar peor, y que no existe ley histórica para que un pueblo se rebele a partir de cierto nivel de despotismo, hambre o abuso.La rebelión está subordinada a una esperanza, a la ilusión de un cambio histórico posible para lograr una vida mejor, más que al mero repudio de lo existente, y a márgenes mínimos de libertad para organizarse y actuar. La razón por la que Fidel Castro sobrevive sin grandes amenazas internas de explosión popular, en medio del gran naufragio de los totalitarismos en el mundo, es que, mediante la censura, la educación y la propaganda, su régimen ha conseguido a lo largo de tres décadas internalizar en grandes sectores sociales el sentimiento fatalista de que "no hay alternativa a la Revolución" y, gracias a un sistema omnipresente de vigilancia, delaciones, escarmientos y represiones de gran ferocidad preventiva, reducir al mínimo, acaso extinguir, las posibilidades inmediatas de una acción colectiva de liberación.

Ésta es la -deprimente- conclusión que el lector extrae de la lectura de los dos más ambiciosos testimonios sobre Cuba publicados recientemente, Castrol's final hour, de Andrés Oppenheimer, aparecido en Estados Unidos hace algunos meses, y el reciente Fin de siècle à La Havana, de los periodistas franceses Jean-François Fogel y Bertrand Rosenthal (*). A diferencia del primero, que, aparte de importantes informaciones recogidas sobre el terreno, contenía también sutiles análisis políticos, el segundo interesa sobre todo por la maciza, enciclopédica recolección de datos de todo orden -político, económico, cultural, religioso e, incluso, chismográfico y frívolo- con la que sus autores trazan un vasto fresco pluridimensional de la realidad cubana en vísperas de conmemorar el trigésimo cuarto aniversario de la Revolución.

Investigación y reportaje hechos sin parti pris, en los que, incluso, se advierte un cierto esfuerzo para no parecer hostiles al régimen y dar todas las ocasiones a sus voceros de exponer sus puntos de vista y refutar a sus críticos, el panorama que resulta de esa oceánica acumulación de informaciones no puede ser, sin embargo, más desmoralizador. Luego de tres décadas y media de socialismo a ultranza, la sociedad cubana se empobrece a la carrera, presa de la anarquía productiva, de la asfixia burocrática y de una corrupción vertiginosa, en tanto que el control policial y el opresivo encuadramiento político de la población ha creado una sociedad de zombies conformistas, cuyas energías parecen confinarse en la cada día más abrumadora empresa de sobrevivir, de cualquier modo, en medio de la degradación, el aburrimiento y la desesperanza.

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Las páginas más dramáticas del libro relatan el caso de un grupo de jóvenes frikis (marginales, inadaptados) que se inocularon ellos mismos una jeringa con sangre infectada de sida para ir a vivir en uno de los sidatorios construidos por el régimen para aislar a los enfermos de ese mal del resto de la población. Preguntado por qué lo hizo, si presentía los alcances de aquel virus, uno de ellos, de 21 años, responde vaguedades. Finalmente, balbucea que, como habían oído que la esperanza de vida de un seropositivo era de siete años, él y sus amigos pensaban que en ese tiempo se descubriría un remedio. "Y, entretanto, podrían disfrutar de una vida tranquila y obtener un poco de afecto, o, al menos, atención de parte del personal médico".

La apatía del ciudadano medio cubano, que se trasluce en estas páginas, resulta, de una parte, de una rutina que es un puro desperdicio de energía, parecido al de aquel cuento fantástico de H. G. Wells donde una colectividad de esclavos es obligada a operar con enorme esfuerzo unas complicadas maquinarias que no fabrican nada, y de otro, de la intuición de que, en un mundo así, toda iniciativa o incluso fantasía entraña riesgos. Aquel célebre dicho de un príncipe alemán del siglo XVII según el cual "el entusiasmo es la más seria amenaza para el orden social" parece haber encontrado, en el "hombre nuevo" creado por Fidel Castro, una espeluznante confirmación.

El cubano de a pie está obligado a perder su tiempo activamente, en empleos a los que la inflación burocrática suele restar todo sentido y reducir a mero simulacro, o en proyectos industriales, agrarios o sociales a los que, en la mayoría de los casos, los imponderables económicos, los malos cálculos, las intrigas políticas o el capricho del jefe máximo paralizarán a medio camino o volverán inservibles. La total falta de crítica que impera impide, por cierto, que estos yerros en la producción y en las instituciones sean instructivos y permiten extraer lecciones para el futuro, de modo que ellos pueden repetirse una y otra vez, erosionando cada día más la entraña del sistema. Pero no su fachada: ésta, gracias a la mentira institucionalizada por la propaganda -única voz, monólogo del poder en los medios, los libros, los discursos, los manuales- de la que, en privado, todos se burlan, pero de la que todos son cómplices, sigue celebrando nuevas victorias económicas del régimen. Y responsabilizando de sus "momentáneos reveses" al "criminal bloqueo a que tiene sometida a la pequeña Cuba el imperio más poderoso del planeta".

¿Es esto cierto? Se trata de uno de los mitos más recalcitrantes a la evidencia de la historia contemporánea, pero no hay manera de desarraigarlo de las mentes de tantos ingenuos, porque él conviene a cierto pertinaz romanticismo político, que, sobre todo entre intelectuales, necesita de estereotipos de este género para sobrevivir. Fin de siècle à La Havana hace un escrupuloso despliegue de datos relativos al misterioso asunto de la ayuda económica recibida por Cuba, de la Unión Soviética y otros países, comunistas y occidentales, cotejando informaciones de diversas fuentes, y concluye en la cifra de una deuda externa de 30.000 millones de dólares, "el país más endeudado del planeta por habitante". Los cálculos de los periodistas franceses respecto a los subsidios que Cuba recibió de la URSS están por debajo de los de Jorge Domínguez -el profesor de Harvard que ha analizado con más rigor la evolución de la economía cubana-, pero, de todos modos, admiten que ellos se cifran en unos 5.000 millones de dólares anuales, fabulosa ayuda que Cuba recibió, a lo largo de 30 años, en calidad de regalo, para construir su economía y modernizar la sociedad.

¿Cómo se explica que, pese a esta gigantesca transferencia de créditos y recursos de la que no se benefició ningún otro país del Tercer Mundo en ese periodo, y de haber exportado al extranjero a un millón de cubanos cuando menos, Cuba sea, hoy, un país más pobre y más atrasado económicamente que cuando la dictadura de Batista, época en la que, pese a los gánsteres, los crímenes políticos y las grandes desigualdades, tenía la cuarta economía del continente? Fogel y Rosenthal hacen un fugaz cotejo entre Cuba y Taiwan, otra isla monoproduc-

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Eterno crepúsculo

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