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Laberinto del arte para una exposición universal

Confieso de entrada que, en un primer momento, no andaba yo muy convencido de que una Exposición Universal como la de Sevilla fuera el lugar adecuado para las artes plásticas tradicionales. Sin albergar prejuicio de ninguna clase -antes al contrario- frente a lo que un contexto como el de la Expo implicaba, pensaba, con todo, en mi ingenuidad, que ese lugar natural por excelencia de los fenómenos de masas -y precisamente en la era de los grandes fenómenos de la cultura de masas-, no era al fin el marco más adecuado para la obra de arte convencional. Y no porque el marco fuera, en modo alguno, indigno, sino porque la obra artística no parecía ya el objeto preciso a sus necesidades y expectativas. Me figuraba yo, en el limbo, que no era este el tiempo de la Olímpia de Manet, sino, ante todo, el de los sistemas de proyección en gran formato y los paradigmas a lo Disney World.Como de costumbre, la realidad -fuente inagotable de lecciones morales- acabó por sacarme de mi error. No sólo la Expo ha convocado, de un modo u otro, la mayor concentración de propuestas expositivas que este país recuerda, sino que, además, éstas han tenido, cuando menos en sus casos más emblemáticos, una muy considerable respuesta de público; más limitada, obviamente, que las ofertas estrella de la Expo, pero inusitada por su número en los circuitos habituales de la obra artística. En mis dudas había omitido dos datos esenciales: hasta qué punto, dentro de sus parámetros, las exposiciones artísticas se han convertido hoy en un espectáculo de masas y cómo un fenómeno de masas tan extenso como la Expo engloba, a su vez, masas de naturaleza muy distinta, y entre ellas, por supuesto, también a la masa del arte.

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Una de las estrellas

Pasaré ya a hacer balance de lo más significativo de cuanto la presencia exuberante de las artes han tenido a lo largo de la Exposición Universal. Han sido, en ese sentido, numerosos los pabellones que han basado una parte esencial de su apuesta en la obra artística. Ejemplo, por excelencia, de ello lo tenemos en el propio pabellón de España, cuya impactante muestra Tesoros -prolongada por la más cuestionable Pasajes- se ha situado como una de las estrellas del arte en la Expo. También muchos de los pabellones autonómicos basaron parte de su juego en sus tesoros particulares. Es en este sentido, obligada la mención a la presencia de obras como las de El Greco en Castilla-La Mancha, Zurbarán en Extremadura y Goya en Aragón. Entre los internacionales, el pabellón de la Santa Sede ocupa un lugar principal con su impresionante selección de piezas de tema sacro. Obras de Rembrandt, Van Gogh y Mondrian, en el Pabellón de Holanda, y los Rubens, Van Dyck y Teniers, en el de Bélgica, eran también hitos en ese itinerario obligado, que tuvo un lugar emblemático con la muestra sobre El oro de América y el ajuar del señor de Sipán, en el conjunto de Plaza de América.

Otro sector esencial lo forman las intervenciones puntuales de artistas, ya sea en integración con la arquitectura de los pabellones o en otros proyectos de la Expo. Los casos más significativos han sido los de los murales de Tápies en Cataluña y Broto en Aragón, y los techos decorados por Carmen Calvo en Valencia y Guillermo Pérez Villalta en Andalucía. Este último artista fue también el creador de las escenografías del Pabellón Siglo XV. Un capítulo aparte, en este sentido, es el de proyectos encargados por la Expo para puntuar su geografía urbana, encuentros singulares en esta babel de impactos visuales, a cargo, entre otras, de invenciones como las de Jesús Soto, Eva Lootz, Kirkeby, Matta, Kapoor o Mullican. Dentro de ese paisaje, los deshollinadores de Arroyo, escalando las fachadas del pabellón de los Descubrimientos, ocupan un particular protagonismo emblemático.

Ya fuera del recinto de la isla de la Cartuja, el llamado pabellón Disperso de Sevilla también centró su discurso en torno al arte, con bazas como las colecciones de La Caixa, los tapices de Anjou, los tesoros de la catedral o el Arte Latinoamericano del siglo XX.

Para cerrar este balance del arte en la Expo me he reservado dos casos que considero particularmente emocionantes. Drásticamente distintos entre sí, comparten, sin embargo, un mismo signo que, a mi juicio, los hace especialmente adecuados a la ocasión que los motivaba: su voluntad de proponernos una perspectiva audaz, insospechada y reveladora sobre la realidad a la que nos enfrentan. Uno de ellos es, por supuesto, la impresionante Arte y cultura en torno a 1492, una mirada compleja y laberíntica que rastrea analogías y contrastes en el seno de la diversidad misma; el otro es esa aventura mordaz, ideada por Harald Szeemann para el pabellón de Suiza, que entra a saco en las paradojas de la propia identidad, impecablemente definida por Ben Vautrier en el umbral que abarcan sus dos lemas: "Suiza no existe" y "Je pense, donc je Suisse".

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