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En puntas sobre La Cartuja

S No deja de ser significativo que para cerrar los actos del Día de España se escogiera la danza. El Ballet de Víctor Ullate hace hoy, día 12, un apaño de reducción de su última creación y el baile de puntas cumplirá así su cometido protocolario, esta vez con algo de aire triunfal: se ha bailado y mucho, desde las ruinas de Itálica a la Cartuja.

La danza ha sido una de las grandes protagonistas de la Expo. Su capacidad comunicativa, sin la frontera de la palabra, le da una cierta ventaja como manifestación asequible y agradecida dentro de las artes escénicas al uso. Tanto es así que se podían encontrar dentro de la Expo, por cualquier rincón o avenida, un grupo de joteros o un tam-tam centroafricano, y hasta a veces, como la mejor metáfora, se cruzaban en una esquina.

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Las programaciones del auditorio de la Cartuja, el teatro Central-Hispano y el Festival de Itálica, carecieron de homogeneidad, y a veces el norte de la calidad se esfumaba. Las ofertas estaban trufadas de compromisos institucionales y calendarios ajenos al producto artístico.

La danza también fue objeto de proyectos especiales como el llamado Nuevos Valores del siglo XXI, que al final ha pasado sin pena ni gloria, levantando alguna que otra polémica sobre los criterios de selección.

Con todo, en Sevilla se ha visto en estos meses buena danza y en cantidad apreciable, si bien ha quedado claro que fue proporcionalmente escasa la presencia de la danza española y hubo un gran ausente: el Ballet Nacional de España. Entre los extranjeros, tampoco estuvieron aquellas "mejores compañías del mundo" que prometía una frase publicitaria de los primeros días.

Con los fastos de la Expo se perdió la oportunidad de establecer una tribuna seria de lanzamiento y reafirmación de las nuevas tendencias de la especialidad en el Estado español Hay desde luego una nueva danza española en crisis permanente que ha sido el convidado de piedra de la fiesta, a excepción de dos o tres grupos consolidados de antemano. En el teatro de la Maestranza se despreció la danza, y durante la Expo ni un solo conjunto de baile, de cualquier estilo pisó su flamante escenario.

En abril, el ballet ocupó por primera vez el auditorio de la Cartuja con el conjunto de la ópera de París, que trajo su última producción de Giselle, un desgraciado invento que ha sido un fracaso total a pesar del altísimo nivel del conjunto. Por el mismo foro pasó después el Nederlands Dance Theater con su buen hacer, aunque inapropiado para tan gran espacio escénico.

El teatro Central ofreció una buena selección de nuevas tendencias y destacaron los barceloneses de Danat Dansa con su estreno sobre Kaspar Hauser, los ingleses de DV-8 Physical Theatre y los valencianos de Ananda Dansa con la creación inspirada en la familia Borgia. Entre las decepciones, dos franceses: el Don Juan de Jean Claude Gallotta y el grupo L'Esquisse con su pieza sobre los gitanos; y también mereció pitos el inutil boato millonario del grupo Rosas.

El Festival de Itálica hizo lo que pudo por mantener su dignidad de ser el evento más importante de danza que se hace en España anualmente, y superando compromisos ineludibles e imposiciones, ofreció grandes momentos y alguna cáscara vacía. Entre los mejores estuvieron la ya hoy clásica compañía de Martha Graham, Carolyn Carlson y un sentido y bien organizado homenaje a María de vila. De infausta memoria el montaje de El sombrero de tres picos pagado por el Quinto Centenario a Les Grands Ballets Canadiens.

En general el caos en la distribución de las entradas hizo su mella en algunos aforos, y faltó una publicidad organizada que dirigiera, tanto al público flotante como al autóctono, hacia los lugares donde esperaba la danza.

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