Un viaje polémico
EL VIAJE de Fidel Castro a Madrid para asistir a la II Cumbre Iberoamericana suscitó una polémica entre los que creían que no debe invitarse a un dictador y los que pensaban que su presencia, además de políticamente obligada por tratarse de un jefe de Estado con el que todos los asistentes a la reunión mantienen relaciones, era moralmente justa. Para unos, con la presencia del dictador se manchaba el tinte democrático de la cumbre; para los otros, que achacan los males de la isla al injusto bloqueo a que Estados Unidos la tiene sometida desde hace tres décadas, Castro tenía un derecho soberano a estar en ella.Castro no podía estar ausente de la cumbre porque, como ocurre con frecuencia en los foros internacionales, el título de asistencia no venía dado por la legitimidad democrática. Y pocos hay que detenten como Castro el monopolio de la voz de su país. En todo caso, es bueno traer a Fidel Castro a estas conferencias para que comprenda que existe otro mundo más allá de Varadero y que, irremisiblemente, su país se dirige hacia él.
Habría sido procedente, en esta línea, un esfuerzo colectivo de la cumbre por convencer a Estados Unidos de que levante el bloqueo que tiene impuesto al país caribeño. Los bloqueos sirven para cortar las líneas de abastecimiento a las partes contendientes en un conflicto bélico. En tiempo de paz no sirven más que para que sufra la población. En Cuba se pasa hambre a la vez que privación de libertad. Si la falta de esta última le es imputable enteramente a Castro, el hambre, por el contrario, tiene una relación indiscutible con el férreo bloqueo económico y comercial impuesto desde el exterior. Pero a Castro le es indiferente que le tengan impuesto un boicoteo: ello no va a acelerar su caída, ni va a doblegar su voluntad de supervivencia, ni va a privarle de alimento. En cambio, si Washington levantara las sanciones, contribuiría a quitarle el rédito político que le otorga atribuir los males económicos que se abaten sobre la población cubana a la perfidia estadounidense.
Castro es un fenómeno residual interesante. Siempre ha sido centro de polémicas, pero ahora despierta además apasionadas nostalgias que tienen poco que ver con la cruda realidad de su régimen. Tiene su figura mucho del mito en el que toda una generación del mundo entero centró sus aspiraciones de justicia: un pequeño David que es capaz de triunfar frente a Goliat, mantenerse en el poder, salvar a su pueblo de los padecimientos y constituirse en antorcha de las nociones más románticas de la lucha del hombre contra el hambre y la explotación materialista. Como ocurriera con la complicidad instintiva que suscitaban en Occidente los sistemas políticos del socialismo real, el régimen castrista ha contado siempre con un alto grado de indulgencia moral en un mundo que entendía la experiencia revolucionaria cubana como una catarsis necesaria.
El problema es que, tras casi siete lustros de castrismo, mucho del oropel ha perdido su brillo, y de la mística castrista no queda más que su reflejo en los anhelos de una generación. Queda también un régimen que mata o encarcela a sus críticos, que elimina para sobrevivir y que, falto de reflejos, emprende en la undécima hora reformas constitucionales que dejan las cosas como están.
La ausencia de Castro de Madrid era no sólo diplomáticamente inviable, sino políticamente inútil; en cambio, su presencia sí ha contribuido tal vez a que sus colegas de mesa le presionaran por la libertad de su pueblo. Dicho todo lo cual, la correría gallega de Fidel Castro de la mano de Manuel Fraga arriesgaba convertirse en una pura manifestación de folclor que restara seriedad al drama del pueblo cubano. Aunque, obviamente, no era ésa la pretensión del presidente de la Xunta, el riesgo era demasiado fuerte como para poder conjurarlo.
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