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"Hay gusanos por todas partes"

Castro, un marginado de lujo, evitó la calle, donde le esperaba el 'enemigo'

Fidel Castro, que cumplió ayer su primer día en Madrid, miraba fijamente y con el rostro distendido a Felipe González cuando éste, en su intervención ayer en la Cumbre Iberoamericana, dijo con énfasis: "No queremos ni presos políticos ni exiliados en nuestra comunidad". El líder cubano escuchó y ni se inmutó. Desde horas antes se había dado cuenta de que esta cumbre de presidentes iberoamericanos, el único foro del mundo que le reconoce como miembro de pleno derecho, le admitía en la distancia y era extremadamente fría con su presencia. Quería salir a la calle, pero sus asesores le dijeron: "Hay gusanos [exiliados] por todas partes, aunque están controlados".

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Castro no pisó ayer más tierra madrileña que la que le permitió el rígido protocolo de este encuentro. Dónde más a gusto se encontró, tal vez por el signo inequívocamente alegre de su rostro, fue anoche en la velada del Campo del Moro. Allí el viejo barbudo de Sierra Maestra tuvo el honor de compartir la cena y los brindis. con una Infanta de España, Elena, que se sentó a su izquierda. Era su primer contacto con la atmósfera madrileña y quedó cautivado con la banda de pífanos de la Guardia Real.En el hotel Ritz, donde se aloja junto al resto de los jefes de Estado, lo primero que pidió por la mañana fue la prensa madrileña. Respiró con unos periódicos y pasó rápidamente las páginas de otros. No se alteró. Conoce sobradamente lo que se escribe de él en España.

El exilio cubano se ha organizado en esta cumbre madrileña y se ha decidido a estar presente cerca de Castro para vociferar allí donde le dejen. Los servicios secretos de la isla caribeña, conocedores de estas guerras entre cubanos, están preparados para afrontarlas, y donde haya un exiliado habrá siempre dos o más adictos al régimen. Llevan más de un mes en España preparando meticulosamente esta visita.

Voz secante

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"¡Asesino, asesino!", le gritó en la puerta del hotel, Alfonso Alemán, ex preso de Castro hasta 1979 y hoy líder de una organización que aglutina a represaliados de la revolución en Nueva Jersey (EE UU). "¡Viva Cuba!, ¡Viva Fidel", vocearon con tono fuerte y secante los integrantes del grupo de adictos.

La primera actividad de Castro en España fue su encuentro con el rey Juan Carlos y Felipe González en el palacio Real. Los jefes de Estado que le habían precedido en la ceremonia de salutación se presentaron risueños, efusivos en sus abrazos, charlatanes en ocasiones y como en casa en otras. Los anfitriones españoles les correspondían de igual manera.

Castro fue distinto. Con paso lento y con su tradicional uniforme de gala, subió las escaleras de mármol del real recinto; caminó erguido por sus salones, se detuvo tres metros antes de donde se encontraban el Rey y Felipe González y, en posición de firme, pidió permiso. Su encuentro fue frío, distante y pobre en detalles, salvo un intercambio de sonrisas con Felipe González.

El Rey no se relajó como antes lo había hecho con otros mandatarios ni bromeaba como cuando se encontró con la presidenta nicaragüense, Violeta Chamorro. González, con la mirada puesta hacia los fotógrafos, le susurró algo al oído a Castro.

Horas antes, el presidente del Gobierno había declarado que esperaba poder hablar a solas con el líder cubano en esta cumbre donde faltan dos de los principales amigos de Castro: César Gaviria, de Colombia, y Carlos Andrés Pérez, de Venezuela, miembros ambos del llamado Grupo de los Tres, que en el otoño pasado intentaron, sin éxito, en Cozumel, convencerle de que debía de caminar hacia la democracia.

El almuerzo, muy protocolario, evitó el encuentro informal entre los presidentes. Castro fue situado al extremo de la mesa, con un único comensal a su izquierda, probablemente el más incómodo de todos: el panameño Guillermo Endara. Luego vino la sesión ínaugural y el capítulo de discursos. Castro, en el Senado, fue sentado de espaldas al resto del auditorio, flanqueado por los presidentes de Paraguay y Costa Rica.

Su cuerpo se mantenía firme, aunque parecía desesperarle algún que otro discurso retórico; su mirada era atenta y de profundo respeto a lo que allí se decía; aplaudía a todos por cortesía y no dejaba de mirar fijamente a Felipe González, su anterior amigo español antes de conocer a Manuel Fraga.

No tomó jamás nota, al contrario que otros presidentes, y escuchó pacientemente a sus predecesores en el foro, no sin manosear varias veces, a medida que avanzaba la sesión, las cuartillas de su breve discurso. Castro era el penúltimo en hablar. Sólo le inquietaba algo no habitual en él: esperar a que le correspondiera su turno.

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