Luces y sombras
Que Jaime Camino es, a estas alturas, nuestro cineasta más tenaz e inspirado en lo que se refiere al tratamiento de la guerra civil, está fuera de cualquier duda. Quien puso la primera piedra en la recuperación de la memoria republicana sofocada por el franquismo -España otra vez-, y rememoró los re cuerdos familiares de la guerra en términos cotidianos y aleja dos de todo heroísmo, rimbombante -Las largas vacaciones 36-, pero también, quien reconstruyó día a día el camino de la conjura: clandestina facciosa -Dragón Rapide-, mostró los primeros días de la contienda en Granada y la muerte de García Lorca -El balcón abierto- y, en fin, realizó con La vieja memoria el filme más riguroso sobre la guerra en Cataluña, se enfrenta ahora, con su última y ambiciosa producción, a la derrota y la diáspora republicanas. Lo hace con profusión de medios y con un elenco, superlativo; el resultado, empero, arroja algunas dudas.
El largo invierno
Director: Jaime Camino. Guión: J. Camino, Román Gubern, Juan Marsé, Nicolás Bernheim y Manuel Gutiérrez Aragón. Fotografía: Hans Burmann. Música: Albert Guinovart. Producción: Paco Camino para Tibidabo Films, España, 1992. Intérpretes: Vittorio Gassman, Jean Rochefort, Jacques Penot, Elizabeth Hurley, Adolfo Marsillach, Asunción Balaguer, Teresa Gimpera, Sergi Mateu, Silvia Munt, Ramon Madaula, Álex Casanovas, Judith Mascó. Estreno en Madrid: Lope de Vega, Benlliure, Aluche.
Memoria poco neutral
El largo invierno arranca de un hallazgo de guión al cual saca muy buen partido. El viejo criado Claudio narra, desde el presente, la historia de una familia de la gran burguesía barcelonesa radicalmente escindida por sus simpatías enfrentadas durante la contienda. Ese criado, un notable Gassman que se dobla en castellano, es bastante más que un fiel servidor: es la muy poco neutral memoria viva de la familia. Su voz será el relato mismo; un relato al cual, no obstante, le falta rigor a la hora de construir el punto de vista que lo desarrolle. Como si la inspiración de Camino dependiese de dónde se sitúe su criado portavoz, lo cierto es que El largo invierno se desdobla pronto en dos películas distintas y de interés desigual.Una es la crónica colectiva de la derrota republicana. Aquí el cineasta avanza, a pesar de un didactismo un tanto primario, por la senda de un planteamiento riguroso de la derrota republicana, cuyas causas asoman sin pudor: estalinismo, desunión, pueril afán de venganza. Que la suerte del protagonista dependa por igual de las iras vengativas de un comisario político que de los sanguinarios designios de los triunfadores no parece ser una cuestión menor: en este aspecto, ninguna otra película sobre la guerra ha ido tan lejos. Pero no, es menos cierto, que, a la hora de mostrar el origen de la dolorosa diáspora, el filme presenta una insólita debilidad: de medios, sí -siempre estamos viendo las mismas explosiones y eso no es sólo una cuestión de recursos materiales-, pero también de puesta en escena.
En cambio, cuando el cineasta aborda la otra crónica, la intimista, la de la familia intramuros, será cuando levante definitivamente el vuelo. La casa, el reino de Claudio y en general los espacios cerrados serán los escenarios privilegiados para una narración plena de matices logrados, de apuntes valiosos, de emblemáticos personajes trazados con pocos pero consistentes recursos. Ahí quedará de manifiesto, además, el acierto en la elección de un elenco en el cual todos brillan por igual, aunque Marsillach y Rochefort tengan especial ocasión de lucimiento, por ejemplo, en ese dúo magistral, la última conversación entre dos hermanos igualados por los recuerdos de las dos Españas enfrentadas en la contienda.
Es éste uno de los grandes momentos del filme llega cuando Camino, resumiendo, logra encerrar la historia entre cuatro paredes. Tampoco le falta profundidad dramática en otros, como en la secuencia de los fusilamientos en la playa, planificada casi como la ejecución de los curas en Raza, de Sáenz de Heredia. Pero en general, el interés de cada uno de los dos segmentos del filme es desigual: tal vez haya que esperar a que el pase televisivo le restituya una grandeza que ahora tiene sólo a ratos. Lo que no obsta para afirmar que, a pesar de sus debilidades, El largo invierno es una apuesta parcialmente conseguida. La confirmación, además, de que la guerra civil sigue contando en nuestro cine, y así será hasta que se logren exorcizar fantasmas tan descomunales.
Babelia
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