Censura y literatura
A su regreso a España en 1937, George Orwell traía consigo un manuscrito titulado Homenaje a Cataluña, que contenía las experiencias acumuladas en la guerra civil. El manuscrito no encontró, al principio, editor alguno, ya que un gran número de intelectuales de izquierdas, influyentes en el Reino Unido, se negaba a tomar en consideración sus chocantes puntos de vista. No querían percibir el terror estalinista, la aniquilación sistemática de anarquistas, trotskistas y socialistas de izquierdas; Orwell mismo se había librado por los pelos de ese terror. Su sobria acusación contradecía una visión del mundo, en cuya iconografía una Unión Soviética limpia como una patena marchaba a la cabeza en la lucha contra el fascismo. El informe de Orwell, ese embate de realidad espantosa, deterioraba el sueño ideal del Bien y el Mal. A pesar de todo, Homenaje a Cataluña se publicó un año después, en una editorial burguesa; en países de ideología comunista, las obras de Orwell -entre ellas sus amargas verdades españolas- fueron, sin embargo, prohibidas durante medio siglo; el ministro responsable de la seguridad hasta el final de la RDA, Erich Mielke, perteneció, durante la guerra civil, a esos cuadros comunistas cuyas limpiezas por liquidación se convirtieron en algo corriente: un "combatiente en España" con formato de larga supervivencia.Pongo este ejemplo al comienzo de mi texto porque el caso Orwell permite ver claramente en qué medida los intelectuales eran, al mismo tiempo, víctimas y soplones de la censura, y lo siguen siendo, pues el proceso todavía no se ha cerrado: el fin del poder comunista ha hecho entrar en liza a triunfadores que comienzan a comportarse de manera espectacularmente idéntica, revitalizando de nuevo los métodos ya caducos de un McCarthy. Aunque parezca que el fundamentalismo islámico, con su praxis de sabor medieval, vaya a eclipsar las últimas ideologías restantes, los refinados sistemas occidentales prometen un futuro, sin embargo, al terror diferenciado: Edad Media y modernidad dándose simultáneamente, la Inquisición viene de nuevo, esta vez completada con la ayuda de la computadora y el almacenamiento de datos.
Pero también en muchos ámbitos de la política mundial el siglo acaba en reincidencia. En Armenia amenaza, una vez más, el genocidio. Los Estados balcánicos se matan mutuamente como movidos por un impulso de repetición. Apenas reconquistada, la libertad se pone en cuarentena. Nacionalistas y antisemitas, mullahs, cardenales y capitalistas con formato de bandidos caballerosos, jóvenes fascistas y viejos estalinistas, los protagonistas principales de este siglo maldito salen de entre las bambalinas, van llenando la escena, se amontonan en las candilejas, apelan, disfrazados de liberales, al pluralismo y exigen la libertad de opinión cada uno sólo para sí.
Entre tantas voces que quieren cerrar la boca a los demás resulta difícil que a uno no se le desmande el tema que aquí nos ocupa. Encandilado por presentar todos los tipos de autoaniquilación humana, me llamo a mí mismo ordenándome el regreso a la literatura, naturalmente; hay siempre motivo para hablar de ella y de su amenazada situación.
Desde que existe la escritura ha habido prohibiciones. Desde que a la palabra se le asigna poder, a filósofos y escritores les está garantizado veneno y destierro, censura y exilio, campos de concentración y prisión individual, persecución hasta el asesinato. Desde Sócrates hasta Ovidio, desde Montaigne hasta Heine, desde Zola a Mandelstam, desde Orwell y Kafka hasta Rushdie. ¡Qué alegría!
En consecuencia, desde que existe la literatura y su eco más fiel, la censura, se habla de libertad de opinión de forma estimuladora y restrictiva. Sin embargo, este emparejado comportamiento no siempre ha ido unido a un ejercitado reparto de papeles -uno escribe, otro censura-, sino que hubo y hay una lista de escritores y periodistas de renombre que se ganaron, temporalmente, su vida, o por lo menos un sobresueldo, como censores, algunos de ellos incluso hasta bien entrados los grandes cambios políticos del presente. Tras las experiencias más recientes, uno está tentado a decir: una censura que funcione presupone un censor literariamente bien formado y que, si no es precisamente un amante de la literatura, sí es alguien que agarre, como un adicto, los manuscritos para meterlos en vereda.
Hablo de la forma más elevada de la censura, el rencor como lector. Sin embargo, quien procede de Alemania sabe que, aparte de y junto a los procesos comparativamente sutiles de obstrucción de una literatura indeseada por ser considerada peligrosa, también se dio la explosión nacional de la barbarie; mi país es, entre otras cosas, el país de la quema pública de libros. A partir de entonces, no sólo debía mantenerse impublicado lo escrito, también la persecución amenazaba al enmudecido autor. Erich Mühsam, muerto en un campo de concentración; Carl von Ossietzky, fallecido a consecuencia de la estancia en el campo de concentración. A muchos les quedó el exilio como única posibilidad, lo que significaba huida de un país a otro o el suicidio: nombraré, en representación de todos, a Walter Benjamin. Lo mismo les ocurrió a otros artistas, pero fue para los escritores, que oyen la palabra hablada y para los que los dialectos, las formas de habla, o sea, el hablar tradicional, resulta imprescindible, para los que la vida reducida del exilio se volvió especialmente amarga.
¿Cuánto tiempo se puede conservar una lengua? ¿Cuántos libros se le pueden extraer al recuerdo?
Así surgió una literatura del exilio que, por un lado, no tiene equivalente, pero, por otro, marcó una rotura no restañable en la historia de la literatura alemana. Ya sean Thomas o Heinrich Mann, Alfred Döblin o Robert Musil, todos ellos y sus libros llevan adherido el estigma del exilio, se mantienen extraños hasta el día de hoy.
Cuando regresaron, tanto los llamados como aquellos que no fueron reclamados, se encontraron con un país dividido que les empujaba a incorporarse a uno y otro lado. Además, algunos de esos autores retornados se sometieron, a pesar de haber sufrido censura y exilio, a nuevas y, sin embargo, viejas coacciones, totalmente dispuestos a aceptar las injerencias del censor, si con eso servían al partido o a la lucha de clases, y con ello a la conciencia correcta. Bertolt Brecht y Anna Seghers son ejemplos de tal conducta quebrantada; y sirve de poco consuelo el que, si se mira restrospectivamente al romanticismo alemán, quepa reconocer predecesores: francos en su juventud, Friedrich Schlegel y Clemens von Brentano degeneraron posteriormente en reaccionarios o en visionarios irracionales, que se volvieron servidores manifiestos, o sólo discretos, de la censura y métodos de chivateo de Metternich.
Cito estos nombres también a modo de ejemplo para poder sacar a la luz una turbia tradición que lanza sus sombras hasta el actual intercambio de golpes alemán. Dos poetas, que contaban hasta hace poco como parte de la literatura clandestina vanguardista, y que puede que se hayan considerado como lejanos al Estado, han sido desenmascarados recientemente como chivatos con muchos años de servicio. Sin embargo, el sistema de control total, cuya subdivisión más tradicional se denomina censura, comienza ya a producir literatura: un desdoblamiento vivido con tanta intensidad, es decir, tan convencidamente, revienta el concepto de "doble vida" como epígrafe protector de los opor-
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Censura y literatura
Viene de la página anteriortunistas y producirá libros, en los que el censor es, al mismo tiempo, literato.
No es éste el lugar para hacer acusaciones en uno u otro caso. Esta experiencia, que repite la antigua, olvidada o reprimida conducta, libera una consternación que, en última instancia, permite darse cuenta de que, junto al, y entre el, poder estatal o eclesiástico, los escritores han de ser tomados, en casos individuales, como enemigos de la "opinión libre". Amantes confesos de la tolerancia se convierten, por la espalda, en siervos de la intransigencia. A menudo se ejercita esta conducta dócil en el preámbito liberal de la censura clásica, libre todavía de las coerciones estatales, aunque no sin un subtono amenazante, por ejemplo, cuando -como en la actualidad- la literatura crítica, que no quiere dejar de lado la emponzoñada charca política general, es descalificada como "estética de convicciones": ha de acabarse con eso.
Naturalmente, el poder estatal y la Iglesia se alegran mucho cuando se les ayuda con esa riqueza de ideas. Nada puede resultarles más cómodo, por carente de peligro, que ese autosatisfecho jueguecito del artista, denominado l'art pour l'art, que se pone siempre de moda cuando las repercusiones de la existencia humana sólo proporcionan asco y hastío. Tanta realidad hedionda recomienda distancia y evasión en la forma. Al final, se trata ya sólo del color, el sonido, el lenguaje en sí mismo. Liberada de valoraciones, triunfa la belleza. Donde no se nombra a nada, donde nada se llama por su nombre, no hace falta ningún censor. Donde, en la complacencia posmoderna, todo se vuelve discrecional, las prohibiciones no tienen utilidad alguna. Una literatura fácil de llevar, que levante la patita, eso es lo que se pide.
Pero todavía están ahí ellos, los escritores cuyos libros surgen fácilmente, casi como en un juego y que, sin embargo, se convierten en escándalo, palabras que son plurívocas y que desagradan a los sumos sacerdotes de la univocidad. Uno de esos escritores -lo acepto, un ejemplar que se ha convertido en raro- es el motivo que nos ocupa hoy. Su caso apremia a entenderlo como nuestro propio caso. Nos hemos dado cuenta: quien le amenaza a él nos amenaza a nosotros. Quien le quiera quitar, con la vida, la palabra podría arrebatárnosla también a nosotros, y finalmente también la vida. Con Salman Rushdie se refieren a todos nosotros. No queremos y no podemos olvidarlo ni a él ni a sus traductores, el japonés asesinado y el italiano gravemente herido, todos están con él en peligro.
No vamos a poder romper el poder de los sumos sacerdotes, no vamos a poder anular su condena a muerte, ni que pierda todo su valor el dinero que dan por su cabeza. Ningún político, ningún caballero de las grandes multis pondrán, por él o por nosotros, a juego su carrera o dejarán de lado sus negocios. Al igual que, tras la carnicería ocurrida en la plaza de la Paz Celestial, han llegado a acuerdos comerciales con los detentadores del poder en China, confían en sacar ganancias del futuro comercio con Teherán. Ocasionalmente, dejarán caer, discreta o acentuadamente, para la televisión una nota de protesta, mas no. Y, sin embargo, Salman Rushdie no está solo; a no ser que hagamos que sienta que lo está.
El tiempo nos podría ablandar. La orden de asesinato contra él y contra todos aquellos que propaguen su palabra escrita podría evadirse, en medio del homicidio cotidiano, por el borde de nuestra percepción. Embotados, la muerte anual por la hambruna de millones de niños en las regiones de miseria del Tercer Mundo podría valemos de disculpa: qué cuenta el individuo concreto, cuando el hambre asesina de niños se acepta como un riesgo inevitable de la economía de mercado, legalizada por las leyes del mercado. Y no es la última razón: la reyerta entre literatos podría desunirnos, lo mismo que en el pasado, y desviamos a la traición a Salman Rushdie y a nuestro asunto, la literatura.
Habrán notado que intento concebir el tema lo más angostamente posible, referido a nosotros; pues la historia de la literatura es, especialmente en su capítulo censura, también la historia de pequeñas y grandes traiciones. Como hijos escarmentados y damnificados de la Ilustración europea, sabemos que nuestra apelación a la tolerancia sólo raramente estuvo libre de subtonos restrictivos. Y Salman Rushdie, que ha apelado con frecuencia y, finalmente, desesperado al mandamiento de tolerancia de la Ilustración, ya sabrá cómo les fue a los Ensayos del padre de nuestra tribu, Michel de Motaigne: incluido por la Iglesia católica en el índice, condenado por Pascal y los jansenistas, lo celebró con otros ilustrados Voltaire y lo condenó Rousseau en nombre del derecho natural y de las normas universales de virtud, cuya tiranía explotó inmediatamente después de la Revolución Francesa como terror, pero que -visto con precisión- manda todavía hoy.
Y otro ejemplo de debilidad intelectual que hizo escuela especialmente en Alemania: la polémica entre Heinrich Heine y August von Platen. Dos poetas de altura que se insultaron, implacablemente y en embestidas repetidas, de homosexual y judío, insultos en los que Heine golpeó con palabras más fieras que llevaron finalmente a la muerte a Platen.
En cuanto escritores no estamos sin mácula. La literatura universal no es el producto de santos. Amenazada en todo momento por la censura, hemos entregado a ésta, sin embargo y con frecuencia, el campo, y la mayoría de las veces a la ligera, ya fuera por sutilezas, ya fuera por amor al ego. Tampoco estamos llamados a ser mártires, a pesar de que a la sociedad le gusta mucho el apropiarse a posteriori, como mártires, de los escritores perseguidos. Es cierto: pecamos por gusto. Nos gusta sentarnos en el banco de los satíricos. Todo intento de infalibilidad nos hace reír. Y nada nos es más penoso que un escritor que habla como un clérigo. Es conocida nuestra constancia en el manuscrito, pero ¿tendremos nosotros, individualistas notorios, la fuerza y resistencia necesarias para ponernos, protectoramente, delante de Salman Rushdie durante mucho tiempo?
Desde hace semanas, una serie de escritores le escriben cartas que se publican en varios periódicos y -eso esperamos- se transmiten por todo el mundo. En una de las primeras cartas, Nadine Gordimer habla de los Versos satánicos. Escribe: "Usted no ha recomendado o exigido a través de ninguna figura de su libro el derramamiento de sangre; el precedente de una fatwa contra su vida es un crimen contra la humanidad y ensombrece además el desarrollo libre de la literatura en cada lugar".
Y eso, sólo eso, queremos y defendemos nosotros: una literatura libre, lo que no quiere decir fuera de la ley, sino más bien obediente a las leyes mutantes de la poética, que siga a las siempre leyes nuevas del narrar. Lo que otros no pueden -verdad, Salman-, eso es lo que queremos nosotros: narrar, contar siempre las viejas historias de formas distintas. Nuestras narraciones no ridiculizan, ponen al descubierto. Viven de la comicidad del fracaso y no del triunfo del tener razón. El narrador no está nunca de parte del vencedor; vive de la derrota, y los perdedores, especialmente los perdedores sempiternos, pueden contar con él. Si los mullahs de cualquier color consiguieran taparle la boca al escritor, y no hubiera después ningún narrador más, las historias de la gente no se habrían terminado de contar, pero habrían llegado a su fin.
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