Espejo de la lidia
En un texto entrañable para el catálogo de esta muestra, arrancado con esfuerzo hacia lo inadecuado de la palabra desde esa íntima conciencia de lo esencial de un arte que él conoce como pocos, Curro Romero nos recuerda cómo no hay cámara capaz de captar -sea en imagen fija o en movimiento- aquello que el toreo realmente es. Por discreción, por el lugar y ocasión desde donde habla, omite el maestro a su vez algo que, sin embargo, el propio Fernando Botero sabe sobradamente: que tampoco a la pintura le es dado traducir ese escalofrío que es raíz del arte de torear. Candorosamente, eso buscan apresar las viñetas de oficio que suelen acompañar la crónica de una corrida, tratando de fijar en la gestualidad fugaz del apunte esa milagrosa suspensión del tiempo en la que el arte se nos manifiesta.Lejos de tal quimera, las grandes tauromaquias de la pintura -y, en modo muy particular, los paradigmas de Goya o Picasso- extraen su magistral lucidez de una conciencia muy distinta: no de la ingenua pretensión de darnos el prodigio en su forma literal, sino desde una sutil categoría de elipsis que hace presente su aroma a través de la liturgia, mitos y entresijos, inefables y complejos, de ese "planeta de los toros" que tiene, en la existencia ocasional del milagro, su origen y sustancia.
Fernando Botero
Hospital de los Venerables. Plaza de los Venerables, 8. Sevilla. Hasta el 3 de mayo.
Evocación
La grandeza y sentido de la tauromaquia de Botero, de esta corrida que, a lo largo de ya casi una década, ha ido adueñándose de una parte sustancial de la producción del gran pintor colombiano, es, desde luego, de la misma estirpe. Vemos así, en primer lugar, cómo son cuando menos limitadas, dentro de su ciclópea y laberíntica aproximación al mundo de los toros, las ocasiones en que la pintura centra obras de envergadura en la ejecución de una suerte concreta, sea en faena de capa o muleta, tercio de varas o estocada. Y, de hecho, si atendemos a sus ejemplos principales (Afarolado, de 1983; Pase natural o La pica, de 1986; El quite, de 1988), éstos son antes la escenificación monumentalizada de un canon que el espejo de su ejecución real. Para encelarnos en el engaño, por mejor despertar la memoria esencial del arte al que se asoma, Botero prefiere, con acierto, recurrir a la evocación de tipos, situaciones y ambientes en los que nos revela con rara precisión las entrañas singulares del universo taurino, su atmósfera irrepetible, el tejido de su dimensión épica.Al delimitar la escala real del mito, Botero elige, a su modo, una perspectiva singular, no tanto aquella de sus arcanos mayores como la de esas otras figuras vertebrales, tan sustanciales a la intimidad de la fiesta, picadores, peones, caballos y un sinfin de oficios del ruedo.
Y en ese quiebro obtiene Botero, sin duda, sus mejores destellos. Pienso, de hecho, en dos telas espléndidas, el Patio de caballos y la Cuadrilla de los enanos toreros, ambas de 1988. Pocas veces como en éstas alcanza la plenitud su peculiar forma de elipsis para damos, desde la excentricidad máxima, un espejo certero del íntimo sentido de la fiesta, de esa épica gravedad que contagia a cuantos participan del prodigio que convierte en grácil armonía la tarea de enfrentar la muerte.
Hay de hecho una suerte de identidad natural entre lo específico de la pintura de Botero y los modos que adopta ante esta pasión taurina que en ella se ha instalado. No es difícil confundirse, prendado en el peso de las apariencias, acerca del significado último del ingenuismo virtual o el gusto por lo grotesco que suelen centrar lo! tópicos sobre el estilo del maestro colombiano.
Complicidad
Nada hay de ingenuo en este exquisito maestro del dibujo,y el color, como tampoco su distancia de lo apolíneo o el volumen caricatural de las figuras implican una visión mordaz de los sujetos que recrea, sino, de modo sutilmente inverso, una suerte de complicidad antiaristocrática que los reivindica en la sensualidad de lo excesivo, en el abismo de la carne, en esa fabulosa dimensión que los acerca, según la certera definición de Severo Sarduy, "al ritmo de la sangre en nuestro sueño".Así fija Botero la casta heroica de los protagonistas de su corrida. En ocasiones, como es su costumbre, toma para ello una vía literal de homenaje a sus propios modelos, al paradigma de su arte. A la sombra de Velázquez, no tanto en una cita como en la deuda de un mecanismo idéntico, su José Valero, Pepín se hermana con los Francisco Lezcano, Sebástián de Morra o Don Diego de Acedo y, como ellos adquieren nobleza de príncipes, también él alcanza la talla del matador.
Sus toros tienen también, a menudo, el rostro de los de Picasso, y la La cornada busca incluso su espejo en aquella otra muerte recostada sobre el toro, que el malagueño pintó en los treinta.
Mas, en todo momento, la corrida de Botero conserva la raíz de su deuda en esa densidad atemporal aprendida en los maestros italianos y que en él cobra una extraña máscara, como si la norma reencontrara su equilibrio natural lejos de su centro, como si el pintor siguiera el consejo de don Domingo Ortega para agotar, en su fundamento, las reglas del arte clásico, "cargando la suerte".
Babelia
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