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La luz tropical

El que se fue esta vez era un maestro de la luz. Y esto lo aprendió como una respuesta orgánica de verdadero artista al mensaje solar de sus dos tierras: el suave pero intenso resplandor mediterráneo de Barcelona y el cegador mediodía tropical de La Habana, la ciudad de la isla de Cuba donde cristalizó su oficio y desde donde saltó a las grandes producciones europeas y las norteamericanas. Allí, en el bullicio caribeño que siempre amó y defendió, dejó una leyenda que ni la distancia, ni los años ni el silencio político lograron mitigar: los cinéfilos cubanos de una generación que le conoció y otra posterior que le imaginaba triunfante por el mundo, seguían paso a paso su carrera.Néstor Almendros, haciendo gala de un amable pero firme sentido de la armonía, se negaba rotundamente a las sofisticaciones del oficio, y esto no era nuevo en él. Siempre directo en el verbo cuando escribía o daba una clase, y con el ojo cuando operaba detrás de la cámara, dio una lección magistral de lo que debía ser el fotograma, de lo que cabía allí dentro y de la luz que debía dibujarlo.

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En esto tiene un papel que nada ni nadie podrá negarle, y que fue su caballo de batalla estético desde los tiempos fundacionales de la escuela cubana de cine a finales de los años cuarenta. Una labor que le hizo verdadero pionero de la escuela documental habanera que inició a su regreso a la isla después de la caída de Fulgencio Batista.

Ya en aquellos tiempos, le declaró la guerra a los spotlights y track lights, y los consideraba, según sus propias palabras, "un disparate de luces que acentúan todos los defectos".

Puede que sea por eso por lo que todas las estrellas le adoraban hasta el punto de que el mundillo de Hollywood comentaba que no había mejor argumento para convencer a una estrella que decirle que en el proyecto que se le ofrecía el fotógrafo sería Almendros. Nadie se resistía.

Desde sus primeras obras de ficción en 8 milímetros con Tomás Gutiérrez Alea (Una confusión cotidiana, un experimento basado en Kafka en 1949) hasta Gente en la Playa (1961), hecho a contracorriente sólo con luz natural, Almendros demostró un magisterio que tenía mucho de humanista; un ingrediente que le hacía un apasionado del retrato fijo o en movimiento, y que él mismo reconocía que le venía dado por Herminio, su padre, un pedagogo y escritor que le precedió en la emigración americana y que jugó un papel decisivo en su formación intelectual. Con él, siendo niño, aprendió a amar a Caravaggio, Rembrandt y Goya, a quienes mencionaba como sus fuentes a la hora del "ejercicio más excitante y variado: iluminar un rostro".

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