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NUEVA MATANZA TERRORISTA

Ira, cascotes y vidrio

"Si hubiera tenido a los terroristas enfrente, los habría matado", afirma una testigo

"Cuando vi aquello, si hubiera tenido enfrente a los terroristas y una pistola en la mano, los habría matado, aunque no soy nadie para matar. No hay derecho. Son unos hijos de puta", afirma Ángela Villuendas. Ella conducía a pocos metros de la furgoneta militar reventada. Una hora después del atentado que segó cinco vidas, esta mujer, de 29 años, contiene laslágrimas, pero no la ira. Como ella, los vecinos del barrio de los Austrias vivieron una mañana de dolor, sobresalto y cascotes. Numerosos domicilios resultaron dañados.

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Primero oyó un ruido tremendo. "Se me metieron los cristales del parabrisas dentro del coche. Me ahogaba con el humo negro que lo tapaba todo. Me he bajado y lo primero ha sido tocarme, para ver si estaba entera". En los primeros momentos, Ángela ayudó a los pasajeros de otro automóvil próximo. "Un hombre me preguntó por dónde sangraba. Le dije que por el oído. La mujer que iba con él sangraba por el labio".Ángela Villuendas vió la furgoneta de los militares "hecha un churro" y un turismo con otro militar que resultó ileso. Se estremeció. "No quise acercarme más, porque sentí una impotencia tremenda", confesaba.

Cuerpos destrozados

José Antonio González, que trabajaba en una obra próxima, sí se aproximó. Llegó corriendo hasta el amasijo de hierros que era ahora la furgoneta. "Ví un militar arrollado en las chapas, un chaval cogido por la mitad y la cabeza de otro", afirma.

Inés Hernández Gil, que conducía su Golf rojo a unos 10 metros del vehículo militar, intentó protegerse de los cristales que caían. "Ví a un hombre intentando sacar algo entre los hierros retorcidos". Ella echó a correr. "Pensé que podía haber más bombas y no sabía por dónde tirar". Huyó de la furgoneta destrozada. A su espalda dejaba el horror. Dos cadáveres estaban junto al portal número 1 de la plaza de la Cruz Verde. La sangre de las víctimas llegaba hasta la fachada. Las ventanas, como las de otros inmuebles cercanos, estaban arrancadas de cuajo; también los falsos techos. Los cristales de la vecindad alfombraban la calle. Un trozo de la carrocería del vehículo militar seguía sobre un seto de la plaza.

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Mar Olmo se quedó sentada en su cama cuando se le vino el techo de escayola encima, poco antes de que, como cada día, se levantase para estudiar su oposición. Las contraventanas del balcón ya no estaban en el balcón, sino en la puerta del cuarto. Vio la humareda enfrente y gente sangrando por la calle.

Por la acera llegó María Gesto. Volvía de limpiar en una comisaría y se encontró con una casa sin techo. Le dio un ataque de nervios: "Ay, mi casita como me la han dejado", chillaba. "A mí me han pasado los cristales por encima", la consolaba otra vecina en bata. Al minuto apareció la hija de María Gesto, con sus dos críos y dijo con rabia, llorando: "¡Ojalá les hubiera explotado a ellos en la mano!".

En la misma plaza de la Cruz Verde, en el número 3, el trajín era el mismo y Carmen con un corte en la cara y en bata, no hacía más que llorar. "Todos los muertos ahí tirados, ¡no hay derecho! ". Ayer sus malos, presentimientos de vivir a un tiro de piedra de Capitanía, se cumplieron.

Su marido, Ignacio López Sánchez llevaba una hora escasa en la cama -es barrendero- cuando la explosión le levantó. Carmen se despertó sangrando por la cara, por un cristal de la lámpara. Pensaron que era el gas. Cuando se levantaron, la metralla se les había colado en el salón y la cocina y había dejado su huella en las ventanas. "Los milis muertos, y la política es una mierda", chillaba un piso más arriba un hombre con acento extranjero, tratando de poner orden en su casa.

Después del atentado, en su domicilio y en el resto de los inmuebles afectados entraban técnicos municipales y bomberos para inspeccionar. Así lo había ordenado el alcalde, José María Álvarez del Manzano, que ponía a disposición de los damnificados la ayuda municipal. El arquitecto jefe de Protección de la Edificación, Fernando Macías, dirigía los trabajos.

Los vecinos -sobre todo personas mayores- barrían los cristales y los trozos de techo desplomado. La calle sonaba a vidrio arrastrado. Las víctimas ya habian sido evacuadas y ahora llegaban las grúas para retirar los restos de los vehículos. La librería El Viaducto, el bar Luarca y la tienda de bicicletas Otero estaban prácticamente destrozadas.

Espectadores

Algunos de los funcionarios desalojados de las dependencias del Ayuntamiento en la calle Sacramento se acercaban al lugar del atentado, acordonado desde el primer momento. La policía había llegado al lugar con enorme celeridad, según coincidieron numerosos testigos. Se escuchaban comentarios de rabia y dolor.

Sobre el Viaducto, en la calle Bailén, decenas de madrileños se detenían a contemplar el horror. Esta vez no era el espectáculo de un suicida, tal como manda la tradición del puente, sino la masacre terrorista que había segado cinco vidas.

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