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A un artista seriamente amenazado por los dioses

Manuel Vázquez Montalbán (Barcelona, 1939) es uno de los escritores españoles más brillantes y comprometidos. Su pluma no podía faltar en esta serie de cartas a Rushdie que publica EL PAÍS junto a otros diarios europeos, entre los que se encuentran Libération, de París, y Tageszeitung, de Berlín, y en los que ya se han incluido textos del alemán Günter Grass y del estadounidense Paul Theroux.

Ignoro si tiene mérito, señor Rushdie, que el hombre haya conseguido vivir erguido, superando la andadura a cuatro patas que caracteriza al mono, primate del que, según parece, procedemos. No creo en otra finalidad biológica que en la supervivencia, y en cambio creo que la finalidad histórica puede establecerse según convenciones culturales, por encima o debajo de los impulsos de la biología, y que en esa leve franja de proyecto cultural se inscribe lo convencionalmente llamado humano y el humanismo. Miedo, creencia y lenguaje han marcado la historia de nuestra fragilidad, y gracias a la relación pensamiento-lenguaje hemos podido liberarnos de miedos y creencias excesivas, cuanto más miedo más excesiva la creencia. Es decir, de poco podemos sentirnos orgullosos, pero sí de haber inventado el truco de liberarnos del miedo a los otros y a las cosas poniéndolas nombre, de liberarnos del miedo a la relación tiempo-espacio inventando las líneas imaginarias y la toponimia, y de liberarnos también del miedo al tiempo encerrándolo en el laberinto de los calendarios. Un paso importante, desde mi personal y pequeña filosofía ecléctica, es el que dimos algunos, en distintos tiempos, de asumir la soledad y el sinsentido de la vida, invitados como estábamos a todos los festines religiosos del providencialismo.Dioses y sacerdotes se habían complementado y sucedido por siglos para impedir el descubrimiento de la soledad inicial y el valor cultural impresionante que adquiría lo social como pacto inteligente, y ojalá, algún día, libre para encontrar un sentido a la vida a través de lo solidario y lo histórico, o renunciar finalmente a cualquier cálculo positivo imaginario, encerrándonos en un cinismo o en un nihilismo libre que nos ofrecíamos a nosotros o a los demás como una aventura del espíritu conducida a toda clase de suicidios. Retrato del artista seriamente desafiante ante los dioses. Pose romántica que llegó a conmover incluso a algunos sacerdotes ligeramente jesuitas y zalameros que adivinaron tras la rebelión prometeica del artista contemporáneo la angustia del descreído angustiado, muy diferente y mucho más recomendable que el descreído no angustiado, personaje de una desfachatez racionalista sin límites y merecedor, sin duda, del castigo de toda clase de dioses. Por encima de siglos de inquisiciones diversas, al artista seriamente desafiante ante los dioses le había llegado la hora de un estatuto privilegiado, como si fuera un especialista en agnosticismo en un mundo convertido en supermercado de creencias, pero creer en ese estatuto de privilegio formaba parte de nuestra capacidad de autoengaño. Creíamos que habíamos conseguido con mucho esfuerzo un merecido territorio agnóstico, sin reclamar daños y perjuicios por toda una humanidad atormentada por los dioses y sus sacerdotes. Nos bastaba que nos dejaran el relativo desquite del sarcasmo, y jamás se nos ocurrió condenar a muerte al Papa de Roma, ni al gran Mufti de Jerusalén, ni al Patriarca de Moscú, ni al más ayatolá de los ayatolás. Les dejábamos ejercer su magisterio religioso, rodeados de creyentes y de satisfacciones telúricas y, a lo sumo, ridiculizábamos algo el progresivo sinsentido semántico de las religiones, prodigiosas reservas de palabras y explicaciones obsoletas. Les perdonábamos el sadismo al que nos habían sometido en nuestra infancia desde su prepotencia de intermediarios de los dioses, inculcándonos terrores y esperanzas desmesuradas para nuestra estatura desde una autoridad que no estábamos en condiciones de cuestionar. Sonreímos condescendientes ante majaderías sin cuento que no aceptaría hoy ningún animal prelógico, a poco que conservara un solo sentido, y, cuando hacíamos declaraciones sobre sus dioses, se los cedíamos generosamente porque estaban hechos a su medida y cada cual se salva como puede. Pero entonces publicó usted, señor Rushdie, sus Versos satánicos y los intermediarios de los dioses aprovecharon la ocasión para recuperar el instrumento del terror irracional, como han aprovechado el miedo al sida para arruinar la libertad sexual, que aportó la posibilidad de controlar la natalidad y la caída del muro de Berlín para hacer más altos los muros de las mezquitas, las sinagogas y las catedrales. Aunque su condena a muerte fue explícita y venía de un fanatismo en expansión, disfrazado de lucha antiimperialista, todos los intermediarios de los dioses se sintieron en el fondo representados en esa condena que resituaba lo que antes se llamaba "el santo temor de Dios" y disuadía a los que se sentían excesivamente liberados del preceptismo religioso. Bastó su condena a muerte para que se desmoronara el trabajoso edificio de la racionalidad, y tan desmesurada parecía la respuesta que era increíble, increíble hasta que le mataran de verdad.

Los infieles

Desde las otras religiones institucionalizadas salieron prudentes voces de condena del asesinato santo, pero acompañadas del odioso sentido común de señalar que usted había excedido el sentido común y había ofendido a los creyentes. ¿Acaso no nos ofende a nosotros, los no creyentes, un discurso que nos parece arqueológico y reñido con cualquier aspiración de libertad? Los intermediarios de los dioses admiten la existencia de una criteriología religiosa mediante la cual cada religión pone verde a la otra, por más ecuménicas que se pongan sus santidades. Pero se trata de una lid entre creyentes, el ejercicio del acuerdo corporativista de los fieles que ajustan sus cuentas frente a la obscena y odiosa otredad de los infieles. Incluso asumen las guerras de religión que en el pasado convirtieron en carne de crucifijo o de parrillas a los santos de una u otra procedencia, porque las purificaciones honran a Dios, vengan de donde vengan y sea el Dios que sea. Lo que les irritaba era el pequeño orgullo sarcástico del esclavo religioso que se había quitado la argolla de la nariz y les mostraba el inocente espejo deformante de la sátira, tal vez porque en el fondo albergan el miedo de que ese espejo deformado refleje su mismidad. Ante la incómoda situación en la que usted vive, en la imposibilidad de canjearle por nada ni por nadie, usted es el espíritu del laicismo condenado a muerte, para que en el próximo milenio se reproduzcan las condiciones que convirtieron al mono acobardado en el mono religioso, y comprendo que usted no dé facilidades para que le maten, aunque de vez en cuando, supongo, pueda sentir la jactancia de los héroes del cine asomando el cerebro o el corazón por encima del parapeto, hasta que se da cuenta de que no cuenta con el guionista para salvarle. El guionista no está de su parte. A lo sumo, trata de alargarle la vida, pero, en el caso de que se produjera el fatal desenlace, usted aliviaría el presupuesto general del Estado, y la cantidad que cuesta su salvaguardia podría invertirse en remozar las iglesias locales y en infiltrar agentes de espionaje entre las filas del integrismo islámico.

Al fin y al cabo, piensa el guionista, ¿no es usted el responsable de sus actos y de las consecuencias de sus actos?, ¿vale la pena apostar por su vida a costa de que sufra alteraciones el precio del petróleo o se sientan más agresivos los integristas islámicos contra los turistas compradores de alfombras y azafranes? El guionista piensa que usted ha excedido la función defensiva del lenguaje, y es justo que le inyecten el miedo y le hagan abjurar de sus creencias de no tener creencias y de su derecho a utilizar las palabras como una proclama de soledad y su consecuente libertad. ¿No apuesta todo por el retorno al orden natural de las cosas frente a la tentación soberbia de descubrir el desorden que esconde todo orden? ¿No era necesario poner freno al camino de degradación iniciado en el momento de comer el fruto del árbol prohibido y de reconocer que suficiente desalienación es tener un amo que no se ve? Siento mucho hacerle tan mala compañía, señor Rushdie, pero no me gusta el guionista de este fin de milenio y no sé qué hacer para sacarle a usted de su cautiverio, consciente de que este tipo de cartas, a lo sumo, suministran cierto consuelo corporativista y luego quedarán enterradas en las hemerotecas para curiosidad de los antropólogos del futuro, dedicados a estudiar un breve y curioso periodo de la historia de la cultura, en el que los artistas se atrevieron a desafiar seriamente a los dioses, instalados más allá de los derechos del hombre, en los derechos de autor.

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