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Los 'hispánicos'

Mario Vargas Llosa

El mito, el estereotipo, el cliché, el lugar común, el prejuicio y la ignorancia han enemistado muchas veces a Estados Unidos y a los países latinoamericanos, frustrando lo que, por razones de geografía y de sentido común, debió ser una relación provechosa.Pero, según dice el refrán no hay mal que dure 100 años. Éste ha durado demasiado y hoy hay más posibilidades que ayer de corregirlo. ¿Por qué? Porque existen ahora dos factores inéditos que deberían obrar decisivamente en favor de una vecindad inteligente entre las dos mitades del continente.

El primero es la proliferación en América Latina de regímenes civiles y democráticos inspirados, como el que rige la sociedad norteamericana, en la legalidad y la libertad. Se ha hablado mucho en el mundo, y con justa razón, del desplome del totalitarismo en Europa del Este y de la extinción en la Unión Soviética. Se ha hablado mucho menos de la caída, una tras otra, de todas las dictaduras -menos las de Cuba y Haití- de los países latinoamericanos. Es el fenómeno más importante de nuestra historia republicana y significa una oportunidad única. La de que en América Latina se cancele para siempre el círculo vicioso de las revoluciones y los cuartelazos y nuestros países den la batalla contra la pobreza y el atraso uniendo su destino a aquello de lo que, desde la llegada de Colón, forman parte: el Occidente democrático.

Naturalmente, la partida está lejos de haber sido ganada. La democracia política no garantiza el desarrollo económico -éste exige una genuina economía de mercado, una real apertura a los mercados del mundo, estabilidad legal para la empresa y la propiedad y un mínimo de eficiencia y honradez en el Estado, algo que la mayoría de las sociedades latinoamericanas está aún lejos de lograr- y la realidad es que, con excepciones como la de Chile y, últimamente, la de México, la situación económica dificil es una espada de Damocles sobre el proceso de democratización de muchos países al sur de río Grande.

Sin embargo, hay indicios alentadores. El modelo utópico de la revolución violenta se halla en franca delicuescencia, incluso en aquellos países, como Perú, El Salvador, Colombia y Guatemala, donde actúan grupos insurgentes, a los que vemos resignarse a abrir negociaciones con sus Gobiernos y experimentar una notoria merma de apoyo. En todo el continente el respaldo de los sectores mayoritarios a la democracia, y su rechazo abierto a las opciones de la revolución marxista y de la dictadura militar, son inequívocos. Así se comprueba, en cada nuevo proceso electoral o cuando, como en Argentina, ha habido tentativas golpistas. Incluso en Cuba, pese al durísimo sistema represivo y a los feroces escarmientos últimos del régimen contra los disidentes para frenar cualquier protesta, son cada vez mayores las señales de una resistencia contra la tiranía. (Como el manifiesto, encabezado por María Elena Cruz Varela y firmado en junio del año pasado por 17 intelectuales cubanos residentes en la isla y varios de ellos miembros de la Unión Nacional de Escritores y Artistas (UNEAC) pidiendo amnistía política y elecciones libres.)

De otro lado, la idea de que la libertad económica es complemento indispensable de la libertad política para lograr el desarrollo se abre camino, aunque todavía lentamente. El régimen democrático chileno de Patricio Aylwin ha mantenido el modelo económico liberal anterior, asegurando de este modo un crecimiento para Chile que es el más alto de América Latina. Y en México, el Gobierno de Salinas de Gortari lleva a cabo un notable esfuerzo de privatización y apertura de la economía que comienza a dar sus frutos. Y en Argentina, Bolivia, Venezuela, Perú se dan asimismo, aunque con timidez y a eces con retrocesos y traspiés, pasos en esta dirección. La filosofía del desarrollo hacia adentro y del nacionalismo económico, que propugnaron con tanto éxito el doctor Raúl Prebisch y la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) y que fue practicada por todos los Gobiernos -democráticos o autoritarios- en los años sesenta y setenta con tan catastróficas consecuencias, ya casi no tiene defensores, y sobre su cadáver va despuntando en el horizonte latinoamericano una conciencia moderna de la necesidad del mercado competitivo y la libertad económica para que las flamantes democracias no fracasen.

Este hecho es de extraordinaria importancia, y si Estados Unidos lo comprende así y actúa en consecuencia puede abrirse una nueva era que supere las suspicacias y confrontaciones que tanto daño han hecho en el continente. Es indispensable, en lo político, que los latinoamericanos que han optado por la libertad comprueben que Estados Unidos está de su parte y no de la de sus enemigos -las minorías nostálgicas del cuartelazo-, pues han entendido que aquellos adversarios son también los suyos.

Y en el campo económico es imprescindible la colaboración. Esto no puede significar dádivas. Hay Muchos latinoamericanos que, dentro de la vieja mentalidad, esperan que ahora Washington les resuelva la crisis, condonándoles las deudas y concediéndoles todos los créditos que pidan. Sería gravísimo para las nuevas democracias del Sur que aquello ocurriera. A éstas les corresponde hacer el esfuerzo y poner en orden los laberintos que son sus economías, sanear sus presupuestos, sus administraciones y darse las reglas estables y promotoras que atraigan inversiones. El papel de Estados Unidos no puede ser otro -fiel a su Constitución- que el de abrir sus mercados y estimular el intercambio con sus vecinos en vez de obstruirlo. Pero eso es mucho y, si se concreta, los beneficios para gringos e hispanos serán inmensos.

La incorporación de México al Tratado de Libre Comercio que han firmado Estados Unidos y Canadá puede ser el punto de partida de esta revolución económica continental. Pese a las tremendas resistencias que, en Estados Unidos y en México, despierta la iniciativa en grupos proteccionistas y nacionalistas, ella va franqueando obstáculos y todo indica que se concretará. Los otros países latinoamericanos no deben ver en ello un riesgo de marginación. Más bien un incentivo para acelerar la modernización de sus economías de modo que puedan incorporarse a ese tratado, al que debe entenderse como punto de partida o primera etapa de lo que alguna vez será el mercado común del continente americano.

Muchos, en América del Sur, pese a la nueva orientación democrática de sus países, no comprenden que esta opción significa también tomar partido, sin subterfugios, por las sociedades abiertas del mundo libre, cuyo liderazgo ejerce Estados Unidos, frente a aquellas que representan el totalitarismo y las dictaduras tercermundistas. Sobre esto no debe haber equívocos. Aunque a menudo sus políticas revelen desconocimiento o arrogancia frente a nuestra realidad, si hemos optado por la democracia, nuestros aliados naturales, por razones de principio y también por consideraciones prácticas, son los países libres. En esto no cabe la neutralidad, porque, como escribió Arthur Koestler, no se puede ser neutral ante la peste bubónica. Quienes, por ejemplo, cuando se trata de la tiranía castrista o el despotismo de Sadam Husein, defienden una postura neutral en nombre de una obligación ética tercermundista se engañan y engañan a sus pueblos. Para quien se proclama demócrata, no hay neutralismo posible entre la libertad y la dictadura, sea ésta de la índole que sea y esté domicilia

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Los 'hispánicos'

Viene de la página anteriorda donde esté: una opción excluye a la otra como el agua al aceite.

Pero Estados Unidos y los demás países de Occidente deberían comprender que solidaridad y amistad no significan vasallaje ni servidumbre, sino respeto y comprensión mutuos, y que ello exige un esfuerzo constante para entender las razones y los problemas recíprocos.

Esto sólo se conseguirá cuando el conocimiento sustituya a la telaraña de prejuicios y mitos que todavía distorsionan tanto las imágenes que han fraguado el Sur del Norte y viceversa. Pero ahora, además de la gran oleada democrática en América Latina, hay otro instrumentó poderoso para conseguir esa dificil hazaña de la comunicación y el entendimiento. Es el otro factor que puede contribuir a renovar radicalmente las relaciones entre las culturas anglo y latinoamericana. Me refiero a ese mundo que está tan presente y que ha tenido. un papel tan importante en la historia moderna estadounidense: el de los hispánicos.

La comunidad latinoamericana en el resto de Estados Unidos es, en varios Estados, una presencia tan viva como en Miami. Y cada vez más consciente de su tradición histórica, de su lengua y su cultura, lo que está teniendo un efecto en el conjunto de la sociedad norteamericana. Como en Florida, en California, Tejas, Arizona, Nuevo México o Manhattan, la influencia hispánica se percibe a simple vista, en los hábitos culinarios y en el atuendo de la gente, en la música que escucha y los ritos que practica, y en la penetración oleaginosa del español en los comercios, los espectáculos, los servicios, las escuelas y la calle. Es posible que, a la larga, la tradicional capacidad de metabolización, que ha forjado, junto con la libertad, la grandeza de Estados Unidos, acabe por integrar a esta comunidad, como hizo con italianos o polacos. Pero el proceso será aún largo y cabe esperar que, cuando culmine, aquella integración haya logrado la hazaña de abrir las mentes y los espíritus de muchos norteamericanos hacia las realidades -en vez de los mitos- de América Latina. O, cuando menos, de haber incitado la curiosidad y el interés de Estados Unidos por conocerlas, de modo que pueda surgir por fin, entre los pueblos del continente, en vez de ese odio que se parece al amor, o ese amor odioso que es aún la regla, una relación equitativa y creadora.

Ésta es una tarea que los hispánicos de Estados Unidos están cumpliendo ya, aunque ni siquiera se den cuenta de ello. A diferencia de los políticos, prisioneros de la retórica y del cálculo, o de los diplomáticos, cuya vida discurre bastante alejada del ciudadano común, ellos sí conocen los trajines y desvelos del hombre. y la mujer de la calle, pues los comparten. Los de su nueva patria y los de la patria que abandonaron, por la persecución política, la dureza de la vida o, simplemente, por el legítimo deseo de mejorar. Y a diferencia de los intelectuales expatriados, que deben hacer malabares y trampas para justificar una posición ideológica, el inmigrante común puede actuar con autenticidad y verdad.

Él conoce ambas culturas, de esa manera íntima que nace de la experiencia directa, de lo vivido, y ello le ha enseñado -en contra de lo que dicen los estereotipos- que, a pesar de las lenguas distintas y de que en el Norte hay abundancia y en el Sur pobreza, las diferencias no son tan grandes. Que, por debajo de las costumbres, creencias, prejuicios que distinguen a unos y otros, en lo fundamental hay semejanzas. Porque al hombre y a la mujer de aquí y de allá les interesa lo mismo: vivir en paz, libremente, sin miedo al futuro, con trabajo y la posibilidad de prosperar. Los hispánicos de Estados Unidos -20 millones- pueden ser el puente que gringos y latinos crucen para reconocerse y conciliarse.

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