Una seguridad única
¿QUIÉN IBA a pensar hace pocas semanas que la historia daría la pirueta última e inconcebible? Rusia, el nuevo y gigantesco país nuclear, se propone solicitar el ingreso en la OTAN. Así lo señala una carta enviada, por su presidente, Borís Yeltsin, a la reunión en Bruselas del Consejo de Cooperación del Atlántico Norte (los miembros de la OTAN más los del antiguo Pacto de Varsovia, reunidos en un solo organismo para ayudar a los países del antiguo socialismo real). Nadie, en la sala de reuniones, levantó siquiera una ceja. Incluso James Baker, el secretario de Estado norteamericano, apostilló que, aunque el objetivo de todos es la desaparición del armamento atómico, prefiere que Rusia, si se adhiere a la OTAN, retenga el suyo para que no se altere el equilibrio nuclear "que ha mantenido la paz durante las pasadas cuatro décadas". Se refería, evidentemente, a la necesidad de un renovado equilibrio de disuasión hecho indispensable por la aparición de nuevos países nucleares nacidos de la desintegración de la URSS (Rusia, Ucrania, Kazajstán y Bielorrusia). También señalaba que Washington tiene poca intención de proseguir su desarme hasta que la actitud nuclear de estas cuatro incógnitas no haya quedado clara.Tan extraordinarias vicisitudes confirman dos cosas: por una parte, que, a la hora de la verdad, Estados Unidos -aun cuando haya iniciado una lenta y prudente retirada del escenario estratégico europeo- no tiene intención alguna de abdicar de la hegemonía que ejerce en cuestiones internacionales como única gran potencia que queda en el mundo. Y, por otra, que las circunstancias de los últimos meses están facilitando un sutil cambio del papel de la OTAN: de ser una organización defensiva contra enemigos específicamente identificados, pretende ir transformándose en una especie de consejo global para la paz, al tiempo que se asegura de que la nueva Comunidad de Estados Independientes (CEI) no nace como amenaza contra un mundo que se estaba acostumbrando al desarme. No otra cosa es el catálogo de misiones que Baker querría encomendar a la OTAN, desde el control de las posibles crisis europeas hasta la coordinación de entrega de ayuda humanitaria a la antigua URSS, pasando por el estímulo de transformación de la industria militar socialista o la intervención en la formulación de la política exterior de los miembros del consejo. Un ambicioso proyecto que olvida, o al menos desconfía, de las funciones de la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE) o de la cooperación política de la Comunidad Europea (CE).
Es cierto, por otra parte, que cualquiera de las nueve repúblicas que pronto constituirán la CEI cumplirá con los considerables requisitos que exige la comunidad democrática para acogerlas en su seno. A las cinco condiciones decretadas el pasado martes por los ministros de Asuntos Exteriores de la CE para que se reconozca la viabilidad internacional de un país independiente, la OTAN añadió el jueves otras cinco para la seguridad nuclear.
Quienquiera que se ajuste a ese decálogo habrá cumplido cualquier necesidad de garantía de buena fe democrática. Lo malo es que con la regla ha nacido la trampa: en el mismo acto en que la CE imponía sus condiciones, Alemania anunciaba el reconocimiento de Croacia y Eslovenia, dos países de pacificación y entidad geográfica cuando menos dudosas.
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