El juez Thomas
LA CONFIRMACIÓN del nombramiento del juez Clarence Thomas como magistrado del Tribunal Supremo de EE UU tiene connotaciones más profundas que la mera resolución de la batalla entre sexos que los últimos días de agitada discusión hace suponer. Antes de que estallara el escándalo de las acusaciones provenientes de la ex colaboradora de Thomas, el Senado ya estaba dividido 54 a 46 a favor del candidato propuesto por el presidente Bush. La votación final ha sido de 52 (41 republicanos y 11 demócratas) a 48, lo que sugiere que las revelaciones de Anita Hill sólo han alterado la opinión de dos senadores, mientras que el resto de los que se oponían a Thomas lo hacía por razones que poco tenían que ver con el sexismo. Puede que, por otra parte, los senadores hayan contestado negativamente a la pregunta de si el sexismo, además de incapacitar a una persona para la convivencia, incapacita a un juez para fallar con justicia. Igualmente puede que hayan considerado que las alegaciones de acoso sexual eran una maniobra política de algunos de los enemigos de Thomas.En EE UU se contrasta la credibilidad pública compulsando la vida privada. Es bien cierto que existe un grado grande de corrupción y de laxitud moral en su vida pública; pero, demostrada la primera, se acaba en la cárcel, y, probada la segunda, se queda uno sin puesto. Puede que ahí resida el razonamiento de una moral puritana que no admite que los hombres públicos tengan vida privada. En el caso del juez Thomas, y enfrentados con las acusaciones de Hill, los senadores se han inclinado a favor de quien les pareció más íntegro.
Al proponer el nombramiento de Thomas a principio de verano, Bush, fiel a su predecesor Reagan, pretendía que el nuevo juez fuera un conservador y, para hacerlo más aceptable por un Senado reticente, buscó a un magistrado de raza negra. Si con ello pretendía granjearse la ayuda de los líderes de la comunidad-negra, el presidente se equivocó en lo que tal vez sea una de las consecuencias más beneficiosas de todo este asunto. En efecto, al negarse a apoyar claramente a Thomas, puede que la minoría negra norteamericana haya descubierto lo equívoco de la satanización o santificación de los personajes públicos exclusivamente en función del color de su piel.
Una vez iniciadas las sesiones de confirmación de Thomas, el problema que se planteaba a los senadores era cómo garantizar el servicio impecable a la justicia y a la libertad. ¿Cuál será la actitud del nuevo magistrado frente al problema del aborto, a la pena de muerte, a la separación de Iglesia y Estado, a los derechos de las minorías? ¿Contribuirá a acelerar la tendencia del Tribunal Supremo que, a contracorriente del talante liberal de la sociedad estadounidense, lleva algún tiempo formulando un cuerpo de doctrina regresivo? No lo han creído así los senadores.
El análisis por el Senado de la candidatura del nuevo magistrado ha sido aleccionador. El legislativo desempeña en EE UU, además de una labor de control de la legitimidad del ejercicio del poder -caso Watergate-, una función de examen de la idoneidad de los cargos no electivos que designa el Gobierno. En ese sentido, las sesiones dedicadas a la confirmación de Thomas, lejos de ser una tertulia de linchamiento moral como algunas de las que se estilan por estos pagos, ha sido el ejercicio de un control democrático al que fa televisión ha puesto el drama. Para bien o para mal, los representantes del pueblo han confirmado al Juez Thomas.
Puede que tan angustioso y purificador ejercicio fuera recomendable para un país como Espafia, tan privado de ejemplaridad moral, que tiene una curiosa tradición de nombramientos pactados sin compulsar la idoneidad de los individuos para los cargos de nombramiento del Consejo de.Ministros (embajadores, por ejemplo) o del Parlamento (por ejemplo, magistrados del Tribunal Constitucional o del CGPJ).
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