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Cara y cruz de hablar mi idioma

A Rafael Lapesa

Hablar como propio este idioma que el mundo entero llama español tiene en mi experiencia anverso y reverso, cara y cruz: el anverso -la cara- de oírlo o leerlo según casi todo lo que como expresión lingüística puede dar de sí, y el reverso -la cruz de advertir que muchos lo corrompen en su uso y que algunos intentan marginario en su vigencia.

Como prosistas, Unamuno, Valle-Inclán, Azorín, Juan Ramón, Ortega y Zubiri me han enseñado lo mucho que mi idioma puede dar de sí para expresar con palabras la dignidad de ser hombre. Mi experiencia de viajero por tierras de América ha puesto ante mis ojos o en mis oídos, por otra parte, la magnitud histórica y geográfica que ha logrado ese secular "dar de sí".

Entre tantos posibles, recordaré cinco significativos momentos de esa experiencia.

El primero, cuando descubrí que el castellano ha sido y sigue siendo levadura y que, como tal, transforma sin apenas ser transformado. La ciudad de Buenos Aires fue la sede de este descubrimiento. Hacia 1850, Buenos Aires era un pequeño burgo criollo junto a las aguas leonadas del río de la Plata. Pronto llegó el aluvión de los inmigrantes; al lado de los gallegos, los castellanos y los vascos, dominándoles en número, italianos, ingleses, dálmatas, polacos, alemanes, armenios, libaneses. ¿Qué iba a pasar con el castellano? ¿Quedaría anegado y disuelto por esa descomunal inundación lingüística? Ciertos fenómenos suburbanos -el lunfardo de la Boca, la lengua franca de compadritos y malevos, la letra de no pocos tangos- así lo hacían temer. Pero el castellano, por obra de los criollos de allá y de los gallegos de acá, ha prevalecido y es cada día más vigoroso. Clásicos de él han llegado a ser Larreta, Lugones, Güiraldes y Borges. Y sin renegar de sus respectivas estirpes, en el castellano común han pensado y escrito los Groussac, las Storni, los Marechal, los Molinari, los Sábato, los Levene y Levillier, los Hotíssay, los Battistesa, los Murena... Envuelto en la sobreabundante harina de los restantes idiomas, el castellano ha actuado como levadura, y la Argentina sigue siendo patria segunda de todos los que en él tenemos la sangre del espíritu.

El segundo, cuando el castellano se hizo ante mí, como tantas veces en cuatro siglos, huésped de la soledad cósmica. Fue en una playa chilena, al sur de Concepción. Unos amigos me habían llevado a ella. Entre los Andes y el Pacífico, sólo el rumor de las olas poblaba el silencio. Todos callamos, ganados por un extraño y fuerte sentimiento de primeros habitantes del cosmos. Y en aquel momento, surgente de nunca sabré de dónde y de quién, una. voz que decía en nítido castellano:

¡Oye ... !". Midiorría llegaba entonces a mi oído corno si sobre la haz entera del planeta fuese el único testimonio de la existencia humana.

El tercero, en un poblado indio del Ecuador. Congregados por una asamblea iberoamericana, unos cuantos españoles íbamos en excursión festiva hacia la línea equinoccial; y el vocero de la comunidad, vestido con el poncho dominguero, nos saludó leyéndonos una salutación que comenzaba así: "¿Te acuerdas, de la Mama tierra España, del otro lado de la cocha (el agua, el mar), cuando hezú de vener el patrón Cristóbal Colón, hace timpus? Le hicimos de ver lo que llegó cun rupa de fíerru, cun caballo.

Castilla no sólo había logrado el esplendor literario de sor Juana Inés de la Cruz, la penetrante concisión de Rulfo y la mesurada elegancia de Octavio Paz, también permitía que una muchachita nada literata diese adecuada expresión a la vida sin brillo de un alma sensible. Tanto como cualquiera otra, y no sólo en la pluma de los poetas líricos, mi lengua materna podía ser cauce idóneo de una intimidad; en este caso, la de una muchachita de piel cobriza, nacida y educada, a miles de kilómetros del "pequeño rincón" que mil años antes había sido la Castilla originaria.

Como no hay anverso sin reverso, ni cara sin cruz, ni bien con algo que no lo sea, así el vatador y cun palu que mandaba truenos.

El castellano, mi idioma, se me revelaba conmovedoramente como agente de occidentalización, como primera y tosca argamasa de una expresión humana que a través de él se asomaba al ámbito de la historia universal.

El cuarto, en un programa destinado a presentar al público español los sefardíes de Jerusalén y Tel Aviv. A través de años, leguas y de diversas vicisitudes -entre ellas, las terribles deportaciones y matanzas de Salónica, el castellano mantenía indemne su sonido del siglo XV y aparecía ante mí como un viejo aderezo familiar, ese que a veces es conservado de generación en generación, y en medio de los usos y las modas del mundo en torno sirve para dar testimonio de la pertenencia al linaje propio. En este caso, a un linaje hecho más de lengua que de sangre, más de alma que de tierra.

El quinto, en fin, durante mi primera visita a México. Generosamente invitado por Ignacio Chaves, entonces rector de la UNAM y fundador de una de las más prestigiosas instituciones mexicanas, el Instituto Nacional de Cardiología, me hospedé en el apartamento para conferenciantes de ese instituto. Lo atendía una joven y delicada indiecita. Cuando nuestro trato me permitió conversar con ella, la felicité por lo correcta y finamente que hablaba el castellano. "No sé si lo creerá, señor, pero yo he leído el Quijote", me respondió. Y para demostrármelo me hizo leer unos párrafos del diario íntimo que en sus ratos de ocio iba redactando. En tierra mexicana, el idioma de río gozo de hablar este idioma universal en que mi espíritu recurriré de nuevo a la vigorosa metáfora unamunianatiene su sangre.

Tres motivos principales constituyen su reverso y su cruz; y puesto que su declaración me duele, procuraré que sea concisa. El primero tiene como base un hecho y una reflexión: el hecho, que sólo en este siglo haya comenzado a dar de sí mi idioma, en el orden de la expresión filosófica y científica, todo lo que a tal respecto era y es capaz de dar; la reflexión, esa que en todo español exigente debe suscitar una callada pregunta acerca de las razones históricas -no raciales, no geográficas, no económicas- que han determinado tan indudable deficiencia. Segundo motivo del reverso y de la cruz: el evidente, voluntario descuido con que en su empleo oral, mucho menos en su empleo escrito, diariamente se le degrada. Varios eminentes colegas míos - Lázaro, Lorenzo, García Yebra, Salvador, alguno más- con gran autoridad lo denuncian en la prensa. ¿Logrará su benemérito empeño que los hispanohablantes se decidan a revisar ese deplorable modo de serlo? Tercer motivo, la frecuencia con que recibo noticia de los intentos de marginación de la lengua común en las comunidades autonómicas con lengua propia, y la escasa o nula diligencia de los regentes del Estado para la defensa y la promoción de nuestro máximo bien nacional. Mi comentario va a ser una no sé si impertinente interrogación ad hómines.- Pujol y Roca en Cataluña, Ardanza y Arzalluz en Euskadi, los galalcohablantes de la Xurita gallega, ¿consideran deseable que los catalanes, los vascos y los gallegos del siglo XXI hablen el castellano tan precisa y correctamente como ellos mismos lo hablan? Y si es así, como sinceramente creo, ¿por qué no procuran instituir, en lo que a ellos toca, los medios políticos y técnicos necesarios para que tal cosa suceda?

Cara y cruz, gozo e inquietud en mi experiencia de hablar mi idioma. Como sucede en tantas actividades de la vida. En este caso con el consuelo de advertir que la cara y el gozo vencen por cinco tantos a tres a la cruz y a la inquietud.

es miembro de la Real Academia Española.

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