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Sin esperanza en el 'matadero' kurdo

Los refugiados tientan la muerte entre la picardía y el dolor

Juan Jesús Aznárez

Los pícaros ofrecen mercancías de lujo en el velorio mugriento y miserable de Istkveren, en un campamento en el que la pestilencia ahoga y asquea aunque sus habitantes se espantan más con el recuerdo de Sadam Husein que con las inmundicias que ascienden como enredaderas entre tiendas y covachas de plástico. Un joven revende cigarrillos rubios en el lazareto kurdo más poblado de la frontera turco-iraquí, y otro carga con dos cajas de Coca-Cola, que pagará a precio de oro una clientela que no puede ni con sus huesos.

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El campamento de Istkveren cumplirá un mes la próxima semana, y sus moradores, hartos, aceptan cualquier destino menos el regreso sin escolta norteamericana a las ciudades iraquíes de las que huyeron con pánico cuando la sublevación kurda fue vencida con napalm y fósforo. Los campamentos que Estados Unidos establece en el norte de Irak son aceptados por los refugiados siempre que sean defendidos por soldados de la fuerza multinacional que participó en la guerra del golfo Pérsico. La mayoría de ellos, sin embargo, desean ser trasferidos a las instalaciones de Habur, cercanas a la base norteamericana de Slopi, en territorio kurdo, a la espera de que el actual régimen iraquí sea derrotado. "Sadam lo destruye todo", según un adolescente que dice admirar la lengua inglesa.En los arrabales de esta repugnante ciudad, miles de kurdos huidos de la ciudad iraquí de Zajo, agrupados por tribus, con sus limitadas pertenencias enrolladas en mantas o hatos, aguardan la hora del silbato. Al pitido, efectuado por un funcionario turco al que asisten en caso de bronca vareadores civiles y soldados armados, cobran vida seres y agentes que han permanecido tumbados durante dos y tres días en esta antesala hacia otro purgatorio. "Llevo aquí más de 48 horas sin comer. Sólo agua y un mendrugo", dice uno de ellos poco antes de embarcar en un camión con toda su familia hacia Habur. Un pasaje de 60 indigentes saluda medio feliz cuando arranca el vehículo. Subido en un peñasco que se eleva sobre una parcela de basuras y víctimas, el joven que ofrece cigarrillos de estraperlo en una bandeja de cartón confiesa que compró cada paquete a 1,7 dinares iraquíes y que los vende a cuatro. Dicen también que hay comercio fraudulento y mercado negro con los víveres.

La cadena de las argucias

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Cualquier argucia es válida para salir de Istkveren, y dos kurdos nos piden que les escribamos algo en español, en inglés, en francés; algo que se parezca a un diagnóstico o a una receta médica que presentar a la guardia turca que cierra los pasos hacia la acampada de las fuerzas multinacionales de la llanura y que cuenta con pocos políglotas entre sus filas. Estos enfermos, tan imaginarios como merecedores de atención, confían en que el jeroglífico sirva de salvoconducto para una dieta especial.

En los monigotes caligráficos uno recomienda duchas calientes para todos, sopas nutritivas para las abuelas arrugadas y sin dientes que se doblan con haces de leña a la espalda, carnes a la plancha para las madres que ex¡gen una última ración a pechos agotados por la succión de lactantes que boquean venteando una próxima agonía; receto pasteles y chocolate para los niños que miran como ancianos, vacaciones de verano en un hotel de cinco estrellas para matrimonios de 25 años con seis hijos; exijo en el recetario calor, ternura y sobre todo justicia para un pueblo encarcelado y reducido a escombros en esta hondonada.

Pero como ocurre cuando se intenta complacer a la legión de niños kurdos de Cizre u otras ciudades del norte que limpian los zapatos, abren la puerta del coche y ofrecen puntos de paja y cigarrillos Marlboro, otros pacientes abandonan pesarosos sus nichos en los caminos de la amargura de Istkveren y suplican con aflicción otra mentira. Todos detallan dolencias desgarradoras, y aquella parada lleva camino de convertirse en un dispensario de urgencia tan concurrido como los pocos que funcionan en este inmenso campamento. Lamentablemente, hay que cerrar la consulta y continuar marcha, con el frasco de sales en las narices, por las laderas donde se mueren los kurdos.

No es fácil encontrar en este matadero un desaire, un mal gesto hacia quien escudriña en sus vidas. Posan pacientes y a veces sonríen. Sin decirlo, piden al mundo que les eche una mano en su desgracia.

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