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El cine, dos años perdidos

Hace casi dos años Cultura dio un giro de 180 grados a la legislación sobre ayudas estatales al cine. Estas ayudas se regían desde 1984 por el decreto Miró, que orientó su articulado hacia la concesión de subvenciones anticipadas a la producción, pero cuya credibilidad inicial se erosionó progresivamente en sus años de vigencia, a causa de las lagunas legislativas que lo rodeaban y que neutralizaron sus iniciales efectos activadores. Estas lagunas -falta de otras medidas que lo complementasen y afrontasen el carácter global que hoy debe tener el encauzamiento de los problemas del cine- deterioró a este decreto, que en 1989 entró en un callejón con difícil salida.Crear una salida para este callejón fue lo que pretendió Cultura mediante el decreto del 89. El decreto Miró quedó deroga do de un plumazo y fue sustituido, con el mismo plumazo, por el decreto Semprún. Han pasado casi dos años y el cine español ha descendido a cotas de producción bajísimas. No podía ser de otra manera, si se tiene en cuenta la forma no gradual en que fue implantado el nuevo decreto, que nació con un grave vicio de origen: se le dio vigencia sin una legislación-puente de medidas complementarlas que permitiesen la sustitución gradual (única posible) del sistema anterior por el nuevo. Ambos sancionan la ayuda estatal al cine, pero lo hacen de manera opuesta: el primero mediante subvencion anticipada a los filmes y el segundo con subvención posterior, por lo que el impulso financiador debe involucrar a la iniciativa privada.

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La lectura del decreto Semprún puso de manifiesto que sus redactores desconocían el terreno que intentaban regular: el cine español es endémicamente deficitario y la inversión privada en él no será factible hasta que deje de ser deficitario o hasta que, pese a serlo, se creen medidas políticas de estímulo a la inversión. De ahí la inconsecuencia de la sustitución rápida (en vez de gradual) de un decreto por otro. Ahora se ven las consecuencias, entre las qué destaca esta paradoja: el abolido decreto Miró se sigue aplicando (aunque de manera restrictiva) sin estar vigente; y seguira por fuerza aplicándose hasta que el mercado del cine español (con problemas pendientes de esta envergadura: puesta al día de la caduca red de exhibición, creación de canales de distribición propias, automatización del control de taquilla, freno a las prácticas monopolísticas de la distribución multinacional, racionalización de las relaciones entre el cine y su principal cliente, la televisión y, en concreto, la televisión estatal) esté mínimamente saneado, lo que es condición previa para que el dinero privado fluya hacia la producción. Esta afluencia de dinero privado ha comenzado, pero para que conduzca a un volumen de producción entre los 80 y los 100 largometrajes por año, cifra manejada por Cultura como idónea, falta un largo camino.

De un callejón de difícil salida se pasó así a otro de salida igualmente difícil. Lo que el decreto Semprún busca es coherente y deseable; pero hoy por hoy no parece posible extraer de él lo que de beneficioso contiene. El reto lo afrontó Cultura a primeros de este mes al plantear a nueve ministerios (es decir, al Gobierno, pues la política audiovisibal es hoy en Europa una cuestión de Estado) un Plan de Bases para la Promoción de los Sectores Cinematografico y Audiovisual, conjunto de medidas que debiera haberse elaborado y publicado conjuntamente con el decreto Semprún, pero que, aunque llegue con casi dos años de retraso, hay que considerar alentador que esté aquí.

Tres tareas esenciales

Las tareas que se abren ante este conjunto de medidas son las dos mismas de siempre, más una tercera de creciente importancia. La primera, amparada en la letra del decreto Semprún, debe estimular la creación de industria e insistir en que los productores de películas asuman riesgos y se atengan a la fórmula de subvención posterior, lo que hace obligatorio que busquen camino a películas inmediatamente rentables. La segunda consiste en mantener subvenciones anticipadas para proyectos de difícil comercialidad, pero necesarios para generar nuevos cineastas y cultura cinematográfica: cine puro y duro, que aunque no traiga dinero inmediato cree imagen y resonancia en los festivales de cine. Y la tercera, básica en la Europa audiovisual, debe agilizar -con correcciones legislativas y administrativas- nuestro sistema y acoplarlo al sistema de coproducciones europeas, marco que va a ser, en lo relativo a creación de industria, decisivo en los años que vienen.Las tres tareas no sólo son legítimas sino urgentes y necesarias, por lo que hay que llevarlas a cabo simultaneamente: empuje a la produccion de películas rentables comercialmente con subvencion posterior; mantenimiento de la subvención previa para proyectos rentables culturalmente, que se puedan capitalizar en festivales internacionales; y, finalmente, introducción de nuestro endeble aparato de producción en los cada día más fuertes y ágiles sistemas de coproduccion intereuropea. Ninguna de estas tareas debe descartarse a costa de potenciar más a otra: deben salir a flote juntas, ser parte de un mismo paquete introceable, ese todo, esa globalidad que -la gente de nuestro cine lo saben- requiere el enfoque correcto de los problemas de la creación cinematográfica.

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