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Reflexiones para después de una guerra

Acabamos de asistir a las últimas horas del conflicto bélico más importante y complejo desde la II Guerra Mundial, tanto por el número de países implicados en él como por el despliegue impresionante de fuerzas y armamentos realizado por ambos bandos. Queda por conocer el dato más terrible y traumático, el número de víctimas causado a lo largo de estos siete meses, tanto entre la población kuwaití, sometida a la anexión realizada por Irak, como entre la iraquí, obligada a sufrir las consecuencias de la obstinación de sus dirigentes.Son muchas las preguntas que en los próximos meses deberíamos hacernos. ¿En qué medida el recurso a la fuerza ha sido inevitable? ¿Qué errores básicos hemos cometido los países occidentales y la comunidad internacional en el pasado para que se haya producido una situación tan explosiva en Oriente Próximo? ¿Qué podemos hacer para evitar una nueva catástrofe dentro de pocos años en la misma región, o en otra del planeta?

Adolfo Suárez es presidente del CDS y de la Internacional Liberal y Progresista

Varios títulos. Autores: Ramón Hidalgo, Rosalía Ramos y Fidel Revilla(Grupo Ciudad y Educación). Ediciones La Librería, 1990. 530 pesetas cada uno.

Una primera línea de reflexión debe encaminarse hacia la locura que sigue suponiendo el volumen de recursos que la humanidad dedica al gasto en armamentos. Alguna vez he recordado que en el mundo se gasta 70 veces más en armamento que en educación. Y esta dramática realidad es particularmente intensa en Oriente Próximo. Irak ha sido durante los últimos años el segundo mayor importador del mundo de armamentos. Entre los seis países con mayor volumen de importaciones se encuentran otros tres de Oriente Próximo: Arabia Saudí, Siria y Egipto.

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La otra cara de la moneda nos la brindan los países productores y exportadores de armas. Son precisamente los cinco países miembros permanentes del Consejo de Seguridad los que encabezan la lista mundial de exportación de armas: Unión Soviética, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña y China. (España ocupa el decimotercer lugar en ese ranking de dudoso prestigio).

Probablemente el elemento más esperanzador que se ha producido en los últimos tiempos que anuncia la posibilidad de crear un nuevo orden internacional más justo y democrático, y una distribución más racional y humana de muchos recursos, ha sido la firma del tratado para reducción de fuerzas convencionales en Europa. Pero esas posibilidades se verán anuladas si la comunidad internacional no pone límites de inmediato a los lógicos intereses comerciales de la industria mundial de armamentos, sea pública o privada.

Por ello, desde la Internacional Liberal y Progresista nos hemos dirigido al secretario general de Naciones Unidas, urgiéndole a promover una convención internacional para la restricción del comercio de armamentos que someta todas las exportaciones de armas a un estricto control de las autoridades gubernamentales; establezca un registro internacional de las ventas internacionales de armas; prohiba la exportación de armas a regiones sometidas a tensiones militares crónicas; autorice a suspender esa prohibición sólo en los casos en que la ONU aprecie una situación de legítima defensa; prohiba, en todo caso, la exportación de armas químicas y, biológicas, así como de tecnología y asistencia técnica para la producción de armas de destrucción masiva, y, por último, limite la concesión de créditos estatales para la compra de armas.

Una segunda línea de reflexión debe ir dirigida a los errores cometidos en el pasado, y los riesgos de su reproducción ampliada en el futuro por el mundo occidental en sus relaciones con el islam.

Desde los primeros días del conflicto señalé que la tentación de recurrir a la fuerza como medio para acelerar la solución del mismo crearía un gravísimo problema político: se podrían favorecer los planteamientos más radicales del fundamentalismo en los países árabes, con posibles secuelas de terrorismo y enfrentamiento con el mundo occidental. Es evidente que la anexión de Kuwait por parte de Irak no tenía nada que ver con el problema palestino y, sin embargo, la utilización por parte de Sadam Husein del agravio histórico para el mundo árabe que supone la existencia de los territorios ocupados, le ha servido para volcar buena parte de la opinión popular musulmana a su favor, y en todo caso para generar resentimiento respecto al mundo occidental y las propias Naciones Unidas.

Son ya muchos los años transcurridos sin que el pueblo palestino haya podido ejercer su derecho a la autodeterminación como le garantizan las resoluciones de Naciones Unidas. Cómo no va a sentir el mundo árabe que el mundo occidental aplica dos pesos y dos medidas en función de los intereses en juego? Por ello y desde el principio del conflicto señalé, y así aprobó en su resolución del 18 de septiembre el Parlamento, que la celebración de una Conferencia Internacional de Paz, que tuviese entre sus objetivos esenciales garantizar a todos los Estados de la región, incluido, por supuesto, Israel, unas fronteras estables y seguras, y resolver el problema palestino, es el precio que la comunidad internacional, y muy particularmente el mundo occidental, deben ofrecer al nuevo orden internacional que se quiere construir y a la autoridad moral con que se quiere liderar ese proceso.

Es indudable que no todos los países occidentales tienen la misma sensibilidad, ni preocupación estratégica, por los riesgos que comporta el ahondamiento de una sima de incomprensión entre nuestro mundo y el mundo islámico. No puede ser igual la percepción del problema desde la distancia de Estados Unidos que desde la existencia de 50 millones de musulmanes dentro de la Unión Soviética. No es la misma la percepción, dentro de la Comunidad Europea, en Gran Bretaña que en Franela, con tres millones de emigrantes musulmanes, o en España, donde la relación con el Magreb es geográfica, histórica, cultural y estratégicamente indudable e inevitable.

Creo, por tanto, que uno de los mayores retos de futuro que tiene España, y en buena medida la Comunidad Europea, es poner en marcha múltiples iniciativas de cooperación económica, cultural y estratégica con el mundo árabe en general, y con el Magreb en particular. Muchas de estas iniciativas se deben realizar desde los poderes públicos. Otras requerirán la puesta en marcha de organizaciones no gubernamentales, dirigidas básicamente a combatir el agravamiento de las diferencias entre modelos de civilización, cultura y religión que el conflicto ha provocado y a promover el establecimiento de respeto y confianza mutua.

Otra línea de reflexión debe ir dedicada al papel de la Comunidad Europea. Es evidente que su actuación ha defraudado a todos los que creemos en la necesidad de fortalecer la unión europea, entre otras cosas para favorecer una extensión mundial del sistema de valores y de normas de comportamiento que nos son propios, y que han servido como paradigma de civilización que ha motivado el derrumbamiento de los sistemas dictatoriales de Europa del Este.

La última línea de reflexión debe centrarse en las exigencias que plantea la configuración de un nuevo orden mundial. La disolución de los bloques ideológico-militares ha trasladado definitivamente el centro de la reflexión y de la preocupación a la división de la humanidad en países ricos y pobres, es decir, al llamado conflicto Norte-Sur.

El mundo desarrollado apenas representa un tercio de la humanidad, y los hechos muestran que tanto el juego de las fuerzas económicas como los índices de crecimiento demográfico tienden a aumentar el foso que separa el mundo desarrollado del mundo subdesarrollado. Será más difícil encontrar vías de solución a nuestros grandes problemas sin enfrentarnos simultáneamente con la necesidad de articular unas relaciones económicas internacionales más equilibradas. De lo contrario, no habrá autoridad moral para exigir a los países más pobres que colaboren en el control de la población, en la protección del medio ambiente o en la lucha contra la deforestación y la desertización.

La universalidad del sistema internacional actual, en el que nadie es autosuficiente y todos se encuentran en situación de dependencia mutua, reduce cualitativamente el poder de los Gobiernos para controlar individualmente sus problemas y sus destinos. La sociedad internacional contemporánea es universal, pero su universalidad choca con una realidad opuesta, su diversidad y heterogeneidad.

Según el último informe del Banco Mundial, 1.200 millones de personas viven en condiciones de pobreza. A finales de este ti siglo, según datos de la Conferencia Hábitat de Naciones Unidas, más de 2.000 millones de personas se hacinarán en los suburbios de 90 ciudades de países subdesarrollados.

Un nuevo orden internacional, que impida al menos la agudización de los desequilibrios actuales, es una exigencia de la moral internacional, pero también de la razón humana, y por tanto del humanismo liberal, empeñado siempre en buscar nuevas cotas de dignidad y desarrollo humano dentro de una sociedad cooperativa. Para sentar las bases de este nuevo orden entiendo que será preciso:

1. Reconocer, como diría Dahrendorf, la complejidad. No hay soluciones simples para problemas complejos. La libertad, la seguridad o el bienestar requieren una difícil combinación de elementos pequeños y grandes, nacionales e internacionales, centralizados y descentralizados.

2. Favorecer el internacionalismo en el planteamiento, debate y resolución de los problemas con que hoy se enfrenta el mundo. Ello implica contribuir a fortalecer o a mejorar los organismos internacionales, en particular aquellos que tienen como objetivo la paz, la cooperación y el desarrollo económico y social, desde la convicción de que los actuales problemas de la humanidad sólo pueden ser resueltos a través de la cooperación internacional.

3. Contribuir a crear una legislación internacional que vaya más allá de ser mero instrumento de ordenación de relaciones y de distribución de competencias entre Estados soberanos, y que aspire a satisfacer con efectividad las necesidades e intereses de la comunidad internacional. El derecho internacional tendrá que encontrar su sentido en el mayor énfasis que el orden internacional deberá poner en la dimensión de la cooperación. La idea misma de comunidad internacional, además de aspiración política y moral, vertebrada por vínculos de cooperación, debe ser la columna vertebral desde la que tendría que configurarse y comprenderse el derecho internacional contemporáneo.

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