Texto del manuscrito
Es anormal que el director de un asilo muera ensartado por la histórica lanza de Gabriel Colliqueo; es aún más raro que los desconsolados alumnos juren públicamente vengarlo. Bien mirado, todo era extraño en aquel asunto, hasta el lugar del crimen y la personalidad de la víctima. El primero era una isla incomunicada por el alegre arroyo del Gualicho, en los campos del Sur; el segundo, un vasto caballero holandés, el doctor Preetorius, todo calvicie, abdomen y anteojos verdes. Para que nada falte en este relato hay también un tesoro, si bien se trata de un tesoro ilusorio que ya ni siquiera existía en las esperanzas de los pobladores vecinos.Cuando el doctor Prectorius adquiridó la Isla del Tesoro, la vieja estancia de Santana Ramírez fue demolida para hacer lugar al nuevo edificio y no se encontró nada. Entonces hubo en cada vecino dos reacciones contradictorias: desencanto, al comprobar la ausencia definitiva de piezas de oro y de patacones de plata; alguna maliciosa alegría, al adivinar la cólera secreta del comprador. El doctor Preetorius era enfáticamente un no estanciero; la gente del pago era tan simple que no supo atribuirle otra intención que la de hacerse dueño del tesoro. Se equivocaban con perfección. Al doctor Teófilo Preetorius no le interesaban las vacas Durham ni los opulentos arcones; le interesaban los albañiles y los niños. Los albañiles, para construir un pulcro caserón de paredes blanqueadas y de precisos techos de teja que eran lavados cada lunes y cada viernes; los niños, para hospedarlos en él.
Desaparecía quincenalmente en el tren mixto de las catorce y un minuto, para volver cargado de animales vistosos, de paquetes rectangulares envueltos en papel madera y de niños famélicos y azorados. Esas excursiones metódicas le llevaban a Lanús Oeste, a los bajos de Berazategui, a Villa Luro, a las curtiembres de Campana, a los alrededores de los gasómetros y las quemas. Ahí recolectaba los pensionistas de la colonia El Recreo. "Aire, luz, música, vida eficiente: he aquí mis mejores colaboradores", solía exclamar el doctor con aire satisfecho y modesto. En efecto, los niños desnutridos que parecían al principio corderos muertos o pequeños ancianos no tardaban en sentir las influencias de ese ambiente cordial. Algún pedagogo local censuraba al doctor Préctorius porque los juegos parecían interesarle más que el estudio; éste admitía el reproche con bonohornía, agregando sonriente: "Desdeñemos la vana erudicción".
Babelia
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