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Tribuna:LAS APARIENCIAS
Tribuna
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La razón perdida

Antonio Muñoz Molina

Sábanas manchadas de un líquido oscuro que tal vez sea sangre, recipientes con huellas de sustancias dudosas, cabezas y plumas de gallinas, velas de cera negra; de madrugada, en las proximidades de un cementerio rural, unos cazadores encuentran por casualidad los residuos de una ceremonia satánica, y alguien recuerda que hace unos meses, en una cueva de estos mismos parajes, la Guardia Civil sorprendió a unos niños que bailaban enloquecidos alrededor del fuego, y que en una casa modesta del Albaicín de Granada una mujer fue sometida a un empalamiento atroz, porque decían sus familiares que Satán la había preñado y era preciso exterminar su simiente. Estas cosas suceden en descampados fronterizos y en calles aseadas que tienen geranios en los balcones y azulejos decorativos en las fachadas de las casas. En Roma, mientras tanto, en un despacho del Vaticano, una prominente autoridad eclesiástica enuncia con ademanes de seda que al diablo le disgusta que se hable en voz alta: Satán prefiere el sigilo, y su máxima victoria es sugerir a los incautos la mentira de su inexistencia. El agua bendita, las oraciones y los exorcismos en latín lo disuaden de porfiar en el martirio de sus víctimas, que muchas veces, nos explica este puntilloso teólogo, no lo son del demonio, sino de la enfermedad mental. La Iglesia, pues, no se fía de las apariencias, pero nos recuerda afectuosamente, incluso con pormenores estadísticos, que Satán existe y es nuestro enemigo, ese Enemigo con mayúscula de mal augurio que tanto pavor nos daba en la infancia, y que la frívola razón, al negarlo, se convierte en su cómplice.En Almería, junto a los animales degollados, encuentran hojas de papel que no ardieron del todo durante el sacrificio y en las que hay nombres escritos con sangre. Alguien asegura que un magnate, cuya identidad no se sabrá, ha costeado el viaje desde Brasil de un reputado nigromante para que provoque la muerte sin sospechas de dos de sus enemigos. Un casquillo de bala, una huella dactilar en la empuñadura de una navaja, la impertinencia casual de un testigo, pueden deshacer la impunidad de un asesino y conducir al descubrimiento de quien lo envió: más práctico y mucho menos peligroso es traspasar con agujas un muñeco de cera o degollar a una gallina o a una cabra, o aniquilar a alguien borrando su nombre. El rabino de Praga que modeló un Golem para que le asistiera en las tareas domésticas escribió en su frente la palabra emet, que significa verdad. Para que se volviera otra vez barro inanimado sólo había que borrar la primera letra, pues met quiere decir muerto. La palabras salvan y matan, una mirada puede ser el instrumento nunca hallado de un crimen, como aquel cuchillo de hielo que se disuelve poco a poco en un vaso de agua mientras los policías buscan inútilmente el arma homicida en un relato de John Dickson Carr. En la tienda, una vecina cuyo hijo de ocho años lleva semanas sin comer, padece insomnio y se ha quedado muy pálido, cuenta sin sombra de duda que la curandera del barrio le ha revelado el diagnóstico que los médicos no acertaron a descubrir: lo que le ocurre al niño es que le han echado mal de ojo.

La curandera se instaló hace unos meses en un bajo con persiana metálica y suelo de cemento. Al principio creíamos que iba a poner una tienda de algo, pero no colgó ningún letrero sobre la puerta ni pudo verse que descargaran muebles o cajas de cartón. La persiana metálica se alzaba puntualmente todas las mañanas y por la cortina entornada sólo se vislumbraba un espacio vacío, con algunas sillas de plástico junto a las paredes, donde había estampas clavadas con chinchetas. Una de ellas, la del Sagrado Corazón, dicen que rezumó sangre el día del Corpus, pero eso fue meses después, cuando ya habían empezado a verse desde la mañana temprano medrosos grupos de gente esperando junto a la puerta cerrada, no sólo esas mujeres enlutadas y esos hombres vestidos con trajes y sombreros de hace 20 años que vienen a la capital en los coches piratas, sino también las mujeres jóvenes del vecindario, con la bolsa de la pescadería y la del videoclub, y hasta hombres con cartera de negocios y muchachos de cabeza rapada y brillante en la oreja. Se oye al pasar ese rumor temeroso de los ambulatorios, apaciguado por el hábito del sufrimiento y la espera. Se oyen confidencias sobre enfermedades y relatos de curaciones prodigiosas que luego se extienden por los portales numerados del barrio, donde otra mujer, recién iluminada por Dios, ha desalojado todos los muebles de una habitación pera poblarla de vírgenes de plástico y de escayola pintada y pequeños altares con lamparillas eléctricas en forma de cirios que parpadean noche y día en una penumbra de ventanas clausuradas. En una habitación semejante, una mujer gorda y de pelo lacio, que viste un sudario blanco desde que recibió la llamada divina y la potestad de curar imponiendo las manos, mantuvo durante dos semanas insepulto el cadáver de un hijo suyo de 14 años, porque no estaba muerto, como decían los médicos, sino sólo dormido, y ella iba a despertarlo con sus oraciones. Esta mujer tiene su casa y su santuario en un pueblo del confín más atrasado y desértico de la provincia, y para visitarla se organizan populosas peregrinaciones en autocares alquilados, pues cura con la misma eficacia los desarreglos menstruales que la adicción a las drogas, habla con los muertos, adivina el porvenir y desbarata los conjuros diabólicos.

Pero no siempre bastan las oraciones, las palabras enigmáticas, el influjo de las manos blandas y calientes sobre la cabeza fervorosamente humillada de un enfermo, no siempre es la mediación de Dios la que se pide. Los monstruos arcaicos de la oscuridad y el terror nunca fueron abolidos, y si antes rondaban de noche por los caminos rurales y espiaban a los vivos en las casas mal alumbradas con candiles y sacudidas por temporales que hacían temblar los vidrios de las ventanas y silbaban en las hendiduras de las puertas, ahora siguen latiendo en el mediodía objetivo de los hipermercados y murmuran cosas y se arrastran por los pasillos de los pisos de protección oficial y en las cocinas donde una luz fluorescente vibra sobre las superficies de los electrodomésticos. Algunas veces, en el estricto salón comedor con divanes de eskai y tapices de ciervos, frente al televisor apagado, se celebra durante todo el día y toda la noche un aquelarre o un sanguinario exorcismo, pues es preciso arrancar al demonio del vientre de una niña poseída por el. A la mañana siguiente, sobre la alfombra sintética, la policía encuentra un coágulo de vísceras y un cuerpo desangrado, y los vecinos dicen que oyeron gritos y cánticos entre sueños. Mujeres desaliñadas y devotas, con los mandiles sucios de sangre y las manos esposadas, declaran ante el juez que la niña, aunque lo parezca, no está muerta, que la han librado del demonio. En cuanto a las autoridades eclesiásticas, reprueban con horror todo exceso y solicitan oración y prudencia: al fin y al cabo, nos dicen para nuestro alivio, de cada cien casos de aparente posesión diabólica sólo dos son verdad... ¡Quién iba a imaginarse que 200 años después del Siglo de las Luces se nos invitaría tan amablemente a rendimos a los terrores del milenio! En pleno éxito de Nostradamus y de Satanás, la limpia y soberana razón se va volviendo tan infrecuente como la peluca empolvada, como la tolerancia.

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