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Atalanta en la escuela

Contaban los griegos que la bella Atalanta, celosa de su virginidad, retaba a correr a todos sus pretendientes. La condición era clara: o superarla en la carrera y con ello desposarla, o morir por su propia mano. Tras varias carnicerías de suspiradores abatidos, se presentó en el certamen el ingenioso Melanión (llamado Hipómenes en otras versiones). Como éste viera que sus piernas no darían cuenta de la esquiva, tramó un ardid: al superarle Atalanta, dejó caer sobre la pista unas manzanas de oro. La curiosidad (o la codicia) de la doncella la llevó al punto a recogerlas una a una, con lo que perdió el tiempo, la carrera y la soltería, y se convirtió en mujer de Melanión. Glosada por diferentes poetas, esta fábula fue recogida por Francis Bacon en su libro De sapientia veterum de 1609. Este pensador, en quien cierta tradición filosófica ve precisamente a uno de los padres de nuestra racionalidad utilitaria y tecno-pragmática, interpreta la leyenda bajo el epígrafe Atalanta sive lucrum: el inmediato apego a la ganancia práctica, o la búsqueda de la utilidad obvia frente a toda otra disposición cognoscitiva paraliza al malaconsejado indagador. La utilidad -imprevisible tantas veces- vendría dada como por añadidura, y su persecución unidimensional se vuelve siempre contra quien desprecie lo especulativo, lo teorético o lo supuestamente inútil. La historia de la ciencia confirma tal premonición: al contrario de lo que cierta tesis sostenía, es imposible explicar hoy la obra de un Copérnico, un Galileo, un Newton, un Darwin o un Einstein desde supuestos utilitaristas. La inteligencia inquisidora no partió a la búsqueda de utilidades ni se detuvo a recogerlas.Aunque ninguna interpretación agote lo interpretado y Francis Bacon sólo hable de las disposiciones y actitudes abstractas del hombre, interesa ahora recordar las manzanas pedagógicas que la niña Atalanta acopla por todas esas escuelas de reforma obsesiva y permanente fracaso. La impotencia que quizá revelan (en España y fuera de ella) los compulsivos esfuerzos por barajar y desbarajar planes de estudio -primarios, secundarios y superiores- se corresponde con dos supersticiones muy difundidas que la psicopedagogía y la política suelen avalar por diversos pero convergentes caminos. Llamaré a la primera la superstición imaginativa o espontaneísta, y a la segunda, la superstición igualitarista o instrumentalizadora.

Consiste la primera en racionalizar el acoso y derribo de un concepto y un talante: el esfuerzo. El niño y el adolescente, que hasta Rousseau eran una especie de hombre imperfecto y por tanto pasible de una pedagogía brutal, se convierten ahora en endiosados sujetos de unos intereses que, no por desembocar en ellos, nacen en ellos ni para ellos. Quizá el convertirlos en voraces y precoces polos consumidores desempeña un papel decisivo en este desarrollo, aunque nadie lo confiese. Así, muchos psicólogos y pedagogos, que no suelen recordar la frágil credencial de su ciencia, insisten en que la educación ha de potenciar la imaginación y la fantasía, la autonomías y la creatividad, y que todo intento de contrariar el natural genio del educando se traduce en irrecuperables traumas y desdichas. (Es notable que estos científicos no vean en muchos traumas y desdichas del adulto así formado un incómodo corolario de su tesis). El resultado práctico de tal convicción suele ser, por ejemplo, un desprecio absoluto de la memoria o de la formación de la voluntad y perseverancia en el estudio de materias que, a la postre, para nada sirven. La llamada cultura de masas impone aquí una exigencia letal. En efecto, en nuestro mundo, para nada sirve el griego, ni el latín, ni la música, ni la danza, ni la esgrima, ni en general los estudios humanísticos. Pero es que a duras penas pasarían tan radical aduana utilitarista asignaturas como la geografía o la historia, la física o la matemática. ¿Acaso no está todo en los libros? Para su consulta basta con saber leer, si nuestro buen filisteo quiere un día resolver crucigramas o brillar en un concurso de televisión. Y ¿no puede la más humilde calculadora de bolsillo liberar al niño del aprendizaje de los rudimentos de la aritmética? De adulto, ya tendrá otras máquinas que le ayuden (a preparar un presupuesto o una declaración de renta, por ejemplo) y le indiquen qué debe hacer en cada caso. Desde esta posición, aprender a conducir un coche o a manejar un computador medio serían, con un muñón de inglés simplificado, las únicas materias que la superstición utilitarista admitiría hoy. Sin embargo, mal que bien, se pretende conservar una fachada escolar que concille el espontaneísmo y la idolatría práctica con otros contenidos pedagógicos más tradicionales. De ahí una larga cadena de malentendidos que abocan a la desorientación de docentes y discentes, y conducen al fracaso que todos deploran. La memoria, insisten, es una facultad de necios; mas la espontaneidad y la creatividad juguetona no lleva a ningún alumno a distinguir las clases de suelo o clima, ni a descubrir por qué en España se habla español, ni a percatarse de que Franco y Colón, aunque ya muertos, no fueron exactamente contemporáneos. Con la matemática el asunto no mejora: dejando a un lado las hagiográficas biografías de Pascal o de Gauss, es improbable que la espontaneidad escolar clasifique las secciones cónicas o reinvente los números imaginarios, ni siquiera la aritmética elemental. Los estudiosos del aprendizaje matemático no han llegado a un acuerdo en este punto; mas es dudoso que la mímesis de un juego combinatorio no intervenga aquí: se aprenden las reglas y se ilustra su utilización con algunos privilegiados modelos. Conocer (y rememorar) la prueba de un teorema es frecuentado trampolín para proceder analógicamente a la solución o el hallazgo de otro y así sucesivamente, pues la verdadera creatividad, en ciencia como en arte, es terra incognita. Y, en fin, el desdén hacia lo ya dicho (o sea, la tradición humanista y el debate abstracto de ideas) refuerza la Ilusión de la que se parte: la indigencia intelectual de nuestra época ha de enmascarar cualquier banalidad reiterada con guiños de donaire innovador, y es mejor que el hombre se acostumbre muy pronto a tal estafa: aquí, queridos niños, somos todos inventivos y discurridores. Esta situación corre pareja con el pavoroso empobrecimiento de la expresión oral y escrita, que difícilmente puede paliarse si no es recurriendo a lo ya decretado inútil: los viejos libros que otros hombres compusieron en propia y ajena lengua. Es cierto que

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Atalanta en la escuela

es doctor en filosofía por la Universidad de Cambridge. Es autor de Francis Bacon's idea of science and the makers knowledge tradition (Oxford, 1988).

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