13 años de furia
El suicidio de Vladímir Maiakovski fue el comienzo del fin de la vanguardia soviética
El 7 de octubre de 1917 los comunistas bolcheviques, dirigidos por León Trotski y VIadimir llich Lenin, se apoderaron de la capital rusa, Petrogrado, y culminaron el proceso insurreccional iniciado por unas mujeres en la cola de una panadería en febrero del mismo ano y que acabó con el secular régimen medieval zarista. Un mes después, el 7 de noviembre, Anatoli Lunatcharski, comisario de Cultura del nuevo régimen, llamó a su despacho a los escritores y artistas rusos, en busca de apoyo estético para las tormentas políticas que se avecinaban. Acudieron 5: los poetas Ivnev y Aleksander Blok, el director teatral Vsevolod Meyerhold, el pintor Natan Altman y un tercer poeta de 23 años, voz de trueno, talla descomunal, modales hiperbólicos e insolentes y campeón de los cenáculos del vanguardismo futurista ruso. Su nombre era Vladímir Maiakovski.Casi 13 años después, el 14 de abril de 1930, este joven poeta, ya con acusadas huellas de cansancio en el rostro, mostró que estaba lejos de ser el coloso de piedra y hierro que muchos veían en él. En quiebra íntima y desolado por el rumbo burocrático que la esperanza de Octubre adquiría bajo Stalin, el poeta de la energía se quitó la vida. Entre aquel 7 de noviembre y este 14 de abril, Malakovski multiplicó furiosamente su vida, vivió siglos en años y, por ello, su gesto último definió no solo la fragilidad secreta del colosal gesticulador sino el destino que esperaba al esfuerzo del que fue motor y oráculo. Los cinco hombres de Smolni eran multitudes diez años después y su nómina incluía a Pasternak, Bebel, Burliuk, Pilniak, Ajmatova, Esenin, Eisenstein, Brik, Vertov, Rodehenko, Kosintsev, Trauberg, Ehrenburg, Pudovkin, Slovski, Tisse, entre decenas de nombres con resonancia de fundadores.
No es aquel esfuerzo comparable a un ejército encabezado por un hechicero. De parecerse algo, la forma de aquella hazaña fue la abismal imagen de un huracán, en la que incontables artistas apiñados se movieron atropelladamente en círculo alrededor de la tensa energía de un ojo irradiador en calma aparente Malakovski fue el poblador por excelencia del Ojo de aquel huracán y esto le convirtió -lo llevaba dentro- en un solitario pro fundo, que jugó con magnitudes astronómicas en medio de un sensación de estar cercado por 1 pequeñez y el abandono. Todo los hilos de la maraña artística d aquellos años pasaron por s u manos de gran niño suicida. Y e poeta-agitador, desde su revista LEF, desde cualquier tribuna desde cualquier periódico, desde cualquier debate, galvanizó a cine y al teatro en aquel frenético y efímero coletazo del espiritu de la vanguardia en Rusia.
Un debate febril
Futuristas, constructivistas, soñadores ilusos de una cultura proletaria, inventores de cineverdad y de cine-ojo, fabricantes de actores excéntricos, teóricos del formalismo en la expresión poética, creadores de escuelas de interpretación unas veces introspectiva y otras biomecánica, una gran floración de exploradores de caminos no abiertos en el pepel, la pantalla y la escena estalló en aquellos 13 años de leyenda, en los que una horda de gentes dispuestas a dejarse arrancar la piel antes que ceder en sus convicciones emprendió, a gritos en las naves de las fábricas, la discusión estética más febril de todos los tiempos. Rara fue la cresta de este debate en que no se oyó, ronca y electrizante, la voz amenazadora de Malakovski.
Una vez, Elsenstein dijo ante sus alumnos de la escuela de cíe, señalando una cuartilla que tenía en la mano: "¡Esto no son versos, son encuadres!". La cuartilla tenía dentro un poema de Malakovski. Otra vez Serguei Eisenstein, y más tarde Dziga Vertov y Guido Aristarco volvieron sobre la idea de que la poesía de Malakovski es, más que poesía influida por- el cine, cine en sí misma. El poeta no era ajeno a este entendimiento de su obra medular: "¡Para vosotros el cine es un espectáculo; para mi es una concepción del mundo!", escribió en uno de los capítulos de su eterno e inconcluso -pues sólo uno de sus once guiones subió, y mal, a la pantalla- idilio con el cine, que solo a medias logró concluir en sus famosos trabajos tea trales -La chinche, Misterio bufo- con la campañía de Meyerhold, otro de los inventores de formas de aquellos 13 años de fiebre preludio de muerte.
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