De lo redondo y los toros
Sobre un círculo de tierra amarilla -el albero del ruedo-, el círculo azul del firmamento festoneado por el tejadillo de los palcos y las andanadas. En medio, asomados al círculo rojo de la barrera, círculos y círculos de miradas esperan. Todo es circular y sin aristas, como debe serio -si existela eternidad. Por algo decimos, cuando algo nos sale bien, que nos ha salido redondo.Y, de pronto, el paseíllo: el orden y el desorden. Cada torero en su sitio, pero también a su aire. No hay dos capotes iguales ni dos maneras de caminar que voluntariamente acompas en; cada cual se viste como qu ere o puede, cada uno mira donde le permite su miedo, su rutina o su esperanza. Es un momento en que lo individual se convierte espontáneamente en colectivo, en armonía natural y no inventada: es un momento redondo.Y es que son algunos siglos ya de incorporación colectiva a esta forma de recordar -o celebrar- el rito. Sacerdotes que no saben que lo son ni pretenden serio, fieles que se piensan jueces de unas leyes que nunca aprendieron en los libros, profesores de tertulia con cátedra en la barrera o en el tendido. Cada cual a su aire -como los toreros en el paseíllo-, cada alma en su almario y cada mirada en el círculo, dentro y fuera, sabiendo e ignorando que son parte de una fiesta redonda.Tan redonda como lo fuera en el principio de la fiesta -o en uno de ellos-: cuando los toreros eran simple peones asistiendo a los caballeros y sus vestidos simples uniformes de funcionario; tan redonda como cuando la presión popular convirtió en protagonistas a los de a pie y éstos pudieron reivindicar la utilización de un galoncillo de oro sobre la seda para alcanzar así su reconocimiento público como maestros en el arte de lidiar toros. O, quizás, movidos por el secreto deseo de exteriorizar su condición de oficiante en la religión de un pueblo que quería verse reflejado en ellos. Porque el vestido de torear -ese atuendo que los toreros eligen cada tarde según sople el vientose fue recargando a partir de entonces hasta convertirse en opulencia, en desafio abierto a una sociedad que, fuera de la plaza, les relegaba a ellos, a los lidiadores, a la categoría de chulos y matarifes o, en el mejor de los casos, a la mera condición de jóvenes hambrientos, ambiciosos y audaces.Sentimientos secretos
(Torero hubo -Mazantini se llamaba, según creo recordar- que logró ser admitido entre las clases altas vistiéndose con las ropas que éstos utilizaban en los salones elegantes y renunciando al habitual atuendo campero, mientras que otros -con el popular Guerrita a la cabeza- lograron la misma aspiración de codearse con los señores sin renunciar a la vestimenta que en aquellos tiempos evidenciaba la diferencia de clase, antes al contrario, haciendo ostentación de ella. Eran reivindicaciones distintas -de igualdad y acomodación la primera, orgullosa y desafiante la segunda-, pero reivindicaciones al fin, lo cual demuestra que en todo este asunto de la torería, aparte de sus aspectos estétíco-litúrgicos, han existido también sentimientos secretos, más o menos colectivos, de marcado carácter social).
Redondeáronse los trajes de los toreros que seguían haciendo, año tras año, siglo tras siglo, el mismo paseíllo, hasta convertirse en verdaderas pavesas: doradas para el matador, en plata para los subalernos de relieve, o en azabache para los últimos del escalafón. Después, poco a poco -Y quién sabe por qué secretos motivos de solidaridad o de refinamiento estético-, comenzaron los matadores a utilizar los distintos bordados a su libre albedrío tal como siempre hicieron con el color de la seda, acentuando con ello su independencia personal, su condición de individuos únicos e irrepetibles, con sujeción y desprecio a las reglas, añadiendo un gramo más de desorden al orden implecable del paseíllo, ese desfile cuya solemnidad no necesita ser solemne para resultar redonda.
Redonda como el círculo amarillo o el círculo azul, como el círculo de madera roja al que se asoman los círculos de miradas de todos los colores, cada cual a su aire. Orden y desorden fundidos en un momento redondo.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.