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Sirviente y señor

Tomelloso, la localidad manchega donde nació Francisco García Pavón, de cuya muerte se cumplió un año el pasado lunes, rinde esta semana un homenaje al creador de Plinio, que ha regresado, ;en su encarnación televisiva, a la programación matinal de los viernes en TVE-2. El homenaje tiene su centro en el Museo López Torres, de Tomelloso, donde durante la semana se muestra una exposición bibliográfica y fotográfica sobre la personalidad de García Pavón y donde el viernes se celebrará una mesa redonda en tomo a su obra. El sábado será presentada la revista El Cardo de Bronce, dedicada al autor de Plinio, y durante la semana se ofrecerán vídeos de la mencionada serie para estudiantes de La Mancha. En este artículo se destaca la oportunidad del homenaje.

La televisión le emborronó la cara. La muerte le ha devuelto su rostro de escritor singular. La serie televisiva dedicada a su personaje tomellosero, cazurro, inteligente (Plinio), no fue sino una serie mas, en donde se diluía o se perdía el admirable idioma castellano de que se nutrían sus relatos. La muerte nos ha convidado a releerlo, y en esta enésima lectura encontramos a un escritor que ha sabido ser un maestro, pero de un modo sigiloso, pudoroso y constante. La televisión le dio fama y, como tantas veces ocurre, la fama lo disminuyó: García Pavón, a su paso por ese medio de difusión frecuentemente equívoco, quedaba reducido a un Simenon de segunda o un Hammett de tercera; cuando, en realidad, y en determinada manera de servir al idioma español, García Pavón fue único: llegó a parecerse a sí mismo a fuerza de su gozoso respeto al idioma que lo fortalecía. Algunas alegrías, junto a algunos disgustos, le dio a García Pavón la conversión de algunas de sus historias al lenguaje televisivo. Pero es posible imaginar que al apagar el receptor, en donde las imágenes habían popularizado su firma y desfigurado su estilo literario, quizá García Pavón se acostase en su cama. y, antes de dormir, releyese algunas páginas de Cervantes.Elección

Creo que nunca condescendió a frecuentar maestros del idioma que no fuesen pura y sencillamente genios. Creo también que, entre ser un autor de moda o un aprendiz de genio, García Pavón, con ambición secreta y ejemplar, eligió lo segundo. Yo creo que fue famoso por descuido: lo que conscientemente pretendió y consiguió fue ser feliz escribiendo con palabras viejas y exactas, que a veces parecían originales porque resquebrajaban el olvido o la ignorancia idiomática de los lectores e inclusive de los colegas. Su sabiduría le aconsejó descreer de la actividad -tantas veces dudosa- de abrir caminos nuevos a la: prosa, a la frase, a la estructura del relato; su sabiduría no se conformó con menos que con poner al día viejas y eternas conquistas del idioma. Se situó enfrente de la calmada suntuosidad del habla y resolvió no ser su amo, sino ser su sirviente.

Porque, es cierto, hay escritores que se sirven de las palabras y hay escritores que las sirven a ellas. Los primeros se imaginan ser dueños privilegiados del lenguaje; los segundos no ignoran el privilegio en que consiste ser los servidores del idioma. Los primeros suelen dictar las modas literarias (las modas, esas afásicas caricaturas de la permanencia); los segundos, con su respeto a la herencia prodigiosa que llamamos palabras, suelen desarrollar su alma y llegar a la nuestra. García Pavón no se sirvió de las palabras: se puso a su servicio. Leyéndolo advertimos que las inmortales palabras españolas le bailaban y le cantaban en la lengua; y, en consecuencia, las palabras españolas, y en el modo español, que escribió nuestro claro amigo y secreto maestro, nos bailan y nos cantan al oído.

Muy pocos libros de esta época tienen el sonido de la más viva tradición literaria y, al mismo tiempo, el rumor de un escritor original; no quiero decir sorprendente: quiero decir original. No hablo de atrevimientos, parricidios formales, elaboraciones poscontemporáneas; hablo de originalidad: que es eso que suele suceder cuando un escritor ha conseguido, a base de mucho respeto, conocimiento y trabajo, hacerse amigo del alma del idioma y añadirle su propia alma: lo que viene después ya no puede llamarse un escritor de moda: se llama un escritor de raza.

García Pavón fue de esa estirpe. No le deslumbró la tentación de ser un inventor literario: era lentamente ambicioso y eligió ser un escritor añejo, es decir, uno de esos artesanos cuyas obras mejoran al paso de los años. Cuentos de mamá, Cuentos republicanos, Cuentos liberales (el primero de esos tres libros fue escrito hace 40 años, los otros dos aparecieron hace un cuarto de siglo) tienen un pálpito verbal y una oferta emotiva que no sólo no envejecieron, sino que hoy son capaces de rejuvenecer el placer de leer. Ya no es ayer (uno de los más hermosos monumentos erigidos a la majestad de la memoria, uno de los más bellos monumentos verbales que hoy pueda visitar todo lector que no ignore que la infancia puede ser un milagro) se publicó hace 15 años: ya no es ayer para ese libro: hoy duele más que ayer y nos produce más admiración de la que ayer nos produjera. Nos duele más que ayer porque nuestra infancia se va quedando cada día más lejos: en tanto que la infancia opulenta de ese discreto, admirable y pesaroso libro se mantiene resplandeciente. Lleva la luz de la verdad.

Mucha verdad contuvo la vida de García Pavón y conservan sus libros. La última verdad de la vida, esa tristeza a la que llamamos muerte, ahora hace un año que lo derribó. Ese derrumbamiento nos ha privado de un amigo y quizá de unos libros que no alcanzó a escribir, pero no ha logrado privarnos de los que ya escribiera: unas cuantas obras golosas y perfectas que avanzan en el río de la literatura hacia ese mar inmenso que es el genio del idioma español.

Félix Grande poeta, es director de Cuadernos Hispanoamericanos.

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