El siglo de las sombras
El cine, excluido de las conquistas estéticas de nuestro tiempo
En su diagnóstico publicado por The Independent del quieto presente —anuncio de un inquietante porvenir— del arte de nuestro tiempo y nuestro ámbito, el escritor británico William Rees-Mogg sobresalta a su interlocutor Jean Daniel, cuando éste advierte que su colega se olvida del cine, como si éste no existiera o, puesto que existe y su tarea recorre de rabo a nuca la médula del siglo XX, como si careciera de la sagrada altura de quien dedica su ingenio a las formas tradicionales de la inventiva artística. Lo que encubre tal olvido es una sensibilidad soñolienta de puro arcaica.
Ninguna alusión de Rees-Mogg al cine como cauce de la locuacidad de este siglo, un siglo que ha sido telegrafiado, precisamente por ser suya la aventura estética del cine, como siglo de las sombras, pues sus pobladores crearon luz cercados por penumbras. Rees-Mogg no ha recorrido las rutas del tiempo en que vive. Poco importa la opinión sobre la luz de un miope aislado. Lo que importa es que pertenece a una tribu de gentes de cultura para quienes no hay más arte noble que el desertizado por siglos y repoblado por polillas. Para ellos el cine es un artilugio de circo, cosa de feriantes, asunto menor.
Jean Daniel liquida así su perplejidad ante la omisión del británico: "Resulta extraño que William Rees-Mogg ignore la importancia de la nueva expresión estética del siglo XX que es el cine. ¿Moldeador de mentalidades? ¿Constructores de la fantasía? ¿Quién ha cumplido mejor este papel que Ingmar Bergman, Luis Buñuel, Jean Renoir, Federico Fellini y John Ford?". Pero hay muchas más cosas, además de ese interrogante, detrás de sus palabras: el cine es, ante todo, el desvelamiento de un lenguaje in memorial.
La articulación, en la segunda y tercera décadas del siglo, de este lenguaje reveló que su sintaxis estaba desparramada entre los residuos que las ensoñaciones humanas abandonaron en las cunetas de la intrahistoria del ingenio y que fue precisamente el cine quien les rescató de su exilio, permitiendo a los hombres de hoy ser los primeros testigos del milagro de la contemplación de sus propios sueños fuera de las estancias cerradas de la conciencia dormida. ¿No basta esto para ver en el cine una cumbre de la aventura estética?
Hay infinidad de aportaciones del cine al fuego contemporáneo. Una es su contribución decisiva, hasta el punto de que fueron cineastas (Wilhelm Murnau, en Amanecer; David Griffith, en Lirios rotos; Charles Chaplin, en Luces de la ciudad) quienes lo llevaron a sus consecuencias extremas, al desarrollo de la imaginación romántica, que gracias a las pantallas conoció a lo largo de este siglo un renacimiento de tanto y tan singular vigor que las construcciones literarias, dramáticas y plásticas a que dio lugar en el pasado parecen ocupar frente a éstas el rincón destinado a los precursores.
Arte y democracia
Otra contribución es su rescate de la epopeya y de sus derivaciones crispadas que configuran el poema de la ceremonia trágica. ¿No es este rescate —en el que se dejaron la piel Alfred Hitchcock y Erich von Stroheim— una muestra del enriquecimiento por un arte del ejercicio cotidiano de la libertad? La creación de un código gestual situado más allá del generado por las artes escénicas es patrimonio del cine y ha permitido, entre otros vuelos, el que conduce con rectitud a fondos, nunca alcanzados por la escena convencional, de la tragedia clásica. No es una broma decir que Shakespeare escribió su teatro para que Orson Welles lo recrease en forma de cine.
¿No es el cine quien ha elaborado modelos de conducta adoptados universalmente y, como consecuencia de ello, el foco de luz que ha iluminado oscuros recodos, nunca antes indagados, del comportamiento? ¿Y no es tarea de los moralistas de la imagen, como Rossellini y Dreyer, la identificación de un ethos contemporáneo? Bastaría, para concluir que así es, medir —si es que los movimientos del espíritu son mensurables— el poder del cine para convertir aristocráticas honduras en simas igualitarias, lo que le convierte en el arte democrático por excelencia.
Chaplin y Ford son genios urdidores de ficciones capaces de conmover con igual sacudida a un hombre culto y a un analfabeto, a un anciano y a un niño, a un malayo y a un andaluz. Vladimir Maiakovski ("Para vosotros el cine es un espectáculo, para mi una concepción del mundo") saludó en el cine la creación del primer lenguaje sin idioma y, por tanto, a la primera de las artes que, extraída de un artilugio de la civilización, saltó por encima de las barreras que la civilización —en cuanto estado evolucionado de la barbarie— opone entre individuo e individuo, entre cultura y cultura.
En la obra Dziga Vertov y Luis Buñuel el cine es un rescoldo que mantiene encendidas las raíces de la imaginación subversiva. La tarea del cine en las vanguardias estéticas y políticas del periodo de entreguerras es de orden genesíaco. Navegó entre las turbulencias de este siglo y sus reconstrucciones imaginarias de las tormentas de la historia adquirieron en él condición de historia. La representación por Serguei Eisenstein de octubre de 1917 en Petersburgo no es una ilustración de esa aventura, sino parte, y parte esencial, de la propia aventura de Octubre.
Hay quien seca del cine las fuentes de la inquietud y le hace pura quietud, trivial entretenimiento. ¿Pero no hay en este entretenimiento la explosión de una nueva comicidad? Y detrás de esta comicidad ¿no se ve el mecanismo que convierte en parte de cada hombre a los rostros de Buster Keaton y Groucho Marx, alquimistas del ánimo capaces de extraer del dolor risa, de la crueldad ternura y del horror libertad?
¿No es la risa, y más aún de esa risa trágica que llamamos humor, la respuesta libre por excelencia a la agresión del tiempo? La perennidad de la comicidad que el cine engendró es inseparable de la propia perennidad del cine. Y lo mismo hay que decir de su capacidad para hacer brotar emoción de los llantos alegres; de su vigor para crear formas de disfrute total con la materia de lo imaginario. ¿Y no es esta facilidad para hacer aflorar nuestras respuestas primordiales contra lo real indicio de la propia condición primordial de este arte, la constatación de que maneja signos imperecederos con los que sus destinatarios extraemos impunidad interior de la agresión de lo exterior, de lo otro?
La gran síntesis
El cine es una síntesis de todas las artes, fundidas en una composición regida por leyes autónomas. Con Antonioni, la arquitectura descubrió en el cine signos arquitectónicos imposibles de trasladar a un papel; a través de Donen, los músicos descubrieron en el cine acordes que la música nunca atrapó; a través de Renoir, la pintura iluminó rincones impenetrables de su propia estancia; a través de Ford, la poesía desarrolló metáforas que ningún poeta extrajo de la emoción de la elegía; a través de Welles, Bergman y Dreyer, el teatro logró elaborar tiempos escénicos que nadie, de Esquilo a Chejov, había osado vertebrar en un desarrollo dramático.
Y más allá. Arrastrada por el cine, la literatura contemporánea experimentó enormes mutaciones, que invierten el tópico completamente falsario de que la pantalla se nutre de letras, cuando la verdad está en el viaje en sentido opuesto : sin vuelta atrás que la literatura emprendió un día, impulsada por el cine.
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